DANIELA ALBARRÁN
Este junio se cumple un año de que empecé a andar en moto y para mí fue un evento canónico en muchos sentidos. En primer lugar, la compra de esa moto nació desde la incomodidad, y es que transportarme a mi lugar de trabajo de ese momento era un martirio, tenía que transbordar, y caminar media hora, y el día que decidí comprarla lo hice sin pensarlo y sin saber manejar.
En segundo lugar porque nunca había pagado tanto dinero por algo; comprarla implicó el gasto de una parte importante de mis ahorros y después de haberla comprado tardé una semana sin atreverme a ver mi cuenta bancaria. Esto significó, para mí, que yo podía pagarme cosas que me hicieran más fácil la vida, que podía ahorrar y lograr lo que sea.
Y lo más importante: aprender a manejar, y sé que manejar lo hace literalmente todo el mundo, pero yo aprendí a andar en bici a los 23 y, sin contar que me estrello en todos lados, diario me tropiezo, y soy (era) una persona que absolutamente todo me da miedo y más allá de eso, tengo ansiedad generalizada, lo que significa que siempre estoy en una constante y eterna angustia, con pensamientos intrusivos todo el tiempo y un dolor de espalda que nunca se quita, o quizá debí escribir esas últimas líneas en pasado.
Cundo recién la compré y aun no me atrevía a sacarla, tan sólo con verla me asustaba, comenzaba a sudar y la comencé a ver como una amenaza, todo el tiempo veía en las redes miles de accidentes de tránsito donde EL (en masculino) piloto quedaba desmembrado en el asfalto y recuerdo que en las vacaciones de verano de hace un año yo estaba con mi novio en Chiapas y lo único que yo recuerdo de ese viaje es el miedo que tenía de que al volver tendría que manejarla. Estaba segura de que me iba a morir antes de llegar a los 30.
Hasta que sucedió: entendí que el miedo era normal, que quizá nunca se me iba a quitar y que estaba bien, pero también decidí que el miedo no me iba a paralizar y también empezó a disminuir la ansiedad: ya no sobrepensaba las cosas, no pensaba en el futuro que tanto me aterraba, entendí que la vida, literalmente es un día a la vez.
No sé en qué momento entendí eso, pero cuando lo logré, no sólo empecé a disfrutar manejarla, sino que entendí que el miedo, la incertidumbre, la incomodidad y el miedo a la muerte son cosas que son quizá naturales en la psique humana.
Y finalmente entendí algo más: merezco ocupar un lugar en el mundo.
Elaboro esa idea: las primeras veces que iba en moto manejaba hasta la orilla, me daba pavor traer autos atrás de mí. Eso con el tiempo no sólo se fue, sino que adquirí una seguridad impresionante sobre ruedas, ahora me centro en el carril, así tenga un tractocamión atrás de mí, y si me orillo sólo es cuando sé que tengo que rebasar a los aburridos, peligrosos y estorbosos autos; aquí lo interesante es que los cochistas siempre quieren intimidarte con su carrocería para que te quites y ellos puedan abusar de su falso poder, pero entendí que, así como ellos, yo tengo el mismo derecho de ocupar el espacio público que necesite.
Tengo el mismo derecho que cualquier persona de ocupar un espacio en el mundo sin hacerme pequeña, aunque se incomoden, aunque me piten, aunque se desesperen porque mi motor es más lento que ellos, yo puedo ir al ritmo y a la velocidad en la que yo me sienta segura, pues entendí, por fin y sobre ruedas, que no tengo prisa de llegar a ningún sitio, que no vale la pena arriesgar la vida para llegar más rápido que nadie, que hay que saber cuándo arriesgarse frente a un semáforo en amarillo, cuándo acelerar y, sobre todo, conocer lo suficientemente tu moto para apretar los frenos antes de chocar.
Y lo más importante, entendí que soy lo suficientemente frágil para que una caída me mate, pero lo suficientemente fuerte para controlar ese miedo, voltear a ver mis espejos, ver cómo dejo atorados los autos en el tráfico y disfrutar el camino.
Ah, y no hablo de motos.