Sara Andrade
A los padres preocupados siempre les ha asustado la música que escuchan sus hijos. En los noventa, era el rap y su apología a la violencia. En los ochenta, era el metal, con sus gritos guturales y sus lenguas de fuera. En los sesenta, era el rock y las caderas peligrosas de Elvis Presley. Ahora, en los tiempos de TikTok y las opiniones radicales, los nuevos demonios que se unen al panteón de contaminadores de oídos inocentes, son los muchachos que tocan un género que se ha llegado a conocer como “corridos tumbados”.
Tengo que reconocer que al principio no me interesaban mucho los géneros del regional mexicano. Como muchas criaturas de mi época, crecí en Tumblr, creyendo que el epítome de la música eran aquellas bandas indies oscuras de Seattle, Washington y asegurando que el resto de la música popular era una afrenta a mi gusto refinado.
Con el tiempo (y con la experiencia que solamente se puede adquirir ante las constantes humillaciones que la vida le da a los muchachos arrogantes) mi gusto fue haciéndose más flexible, más amable. Ya no me tapaba lo oídos cuando en las fiestas ponían alguna canción del pasito duranguense y hasta me animaba a bailar con mis amigas.
Mi experiencia canónica (como dicen los morritos) fue una noche que volvía a mi casa y yo, borracha y mareada, creí que mi chofer de Uber tenía puesta una canción de los Fleet Foxes en la radio. Me acerqué, impresionada, al asiento delantero y pegué mi cara a las letras azules del tablero, para comprobar que, de hecho, lo que estábamos escuchando era un corrido tumbado.
Escribí un ensayo sobre eso, de hecho, para una clase en la maestría en la que analizaba mi experiencia estética con lo que Immanuel Kant decía sobre el gusto en La Crítica del Juicio, en la que, a grandes rasgos, dice que el gusto no es un juicio de conocimiento, ya que no es lógico, sino que es estético, ya que nace de nuestras experiencias previas y nuestras sensibilidades personales. En mi ensayo, analizaba yo que mi gusto por la música folk americana me había preparado para entender, por fin, a la música regional mexicana.
Se sentía como un paso obvio. Las guitarras, las harmonías, las voces desgañitadas, las letras tristonas sobre un amor perdido. En el Uber, en medio de la bruma enviciada del vino tinto, me di cuenta de que de Robin Pecknold a Junior H solamente había un grado de separación.
Por supuesto, nadie culpa a Mumford & Sons o a Beirut de fomentar la violencia del narco o de promover ideales consumistas. La culpa es de los corridos tumbados, claro, porque Natanael Cano canta sobre haber salido de la pobreza y de comprar ropa de marca, en lugar de loar la hermosa geografía mexicana o cualquier cosa que canten esos hipsters del Noroeste del Pacífico.
Ahora, me pregunto, si los corridos estuvieran cantados en inglés, a los padres de familia whitexican les parecería menor pecado su existencia. Me pregunto, también, sobre aquel Primer Padre Preocupado, que escuchó los tambores místicos dentro de la cueva prehistórica y pensó que aquella música no era buena para su hijo.