
ÓSCAR ÉDGAR LÓPEZ
Un querido amigo, (del cual no diré nombre ni seña, no sean chismosos), me contó una peculiar anécdota relacionada con una danza coital que sostuvo con una mujer de edad avanzada, lo que sea que eso signifique, pues ya al minuto dos de ser parido se ha avanzado en ella. El mencionado logró enredar brazos y brasas con la anfitriona de una fiesta de estudiantes a los cuales ella mal instruía sobre literatura del siglo XIX en México. Esta catedrática longeva y de cabellera platinada, tenía por costumbre organizar borracheras para cazar beodos y lujuriosos aprendices de pedante lector. Primero se mostraba amable y dulce, una viejecita intelectual sin ápice de maldad, después, y con calma, iba sacando a la madre de alacrán que era en privado, una tremenda sacerdotisa del orgasmo. Les exprimía los tejocotes con tal fruición y pasión que los pobres mosquitos, de no más de dos faenas seguidas, terminaban el día bebiendo suero y llamando a mamá.
Pues esta admirable dama tuvo a bien seducir al pitotriste de mi amigo, el pobre no probaba aún la ambrosía vaginal ni había dado siquiera un besito de gorrión; lo emborrachó con “azulitos”, le dio hachís caquita de chango y, despojándolo de las garras sudadas, se lo comió como a todo un pollito al carbón. Primero hubo manoseo y un poco de baile (el baile de los acostados, ¿nunca lo han hecho?) después la impía lo obligó a propinarle uno pasos de can-can con la lengua, en busca de la perla adorada; enseguida ella lo feló y como dos crustáceos hicieron el sesenta y nueve; todo perfecto y más o menos normal, hasta que la hija de Cleopatra le exigió, en un tono militar, que se volteara de espaldas, el pobre inocente pensaba que aquello era agua de uso y obedeció, con las nalgas mirando a la luna y las piernas separadas se dejó atar de pies y manos a los postes del camastro luciferino. La Salomé del infierno procedió a introducirle primero el dedo índice, con un poco de cremilla de rosas, en su virginal asterisco de la defecación, pasó a un dildo que el interfecto calificó como: del tamaño de una barra de pegamento adhesivo mediano y de ahí progresó de uno en uno en miembros viriles de silicona, hasta dejarle echar un vistazo a las vísceras a un chafalote de treinta y cinco centímetros, color café oscuro, texturizado con venas simuladas, cuyo glande era mayor a una naranja mercadera y que llevaba ella atado a la cintura.
Al término de tal festín y aún no satisfecha lo tomó de las despeinadas greñas, con notorio salvajismo lo obligó a relamer, hasta dejarlo bien brillosíto, el erguido y orgulloso mega falo. Imaginemos (si usted no está almorzando) que el pobre pichón degustó sangre y caca como un becerrillo montuno en la teta de la res. Me lo contó casi antes de que pagara la cuenta y saliera del bar dejándome solo, con mi carajillo, viendo su paso torpe como el de aquel venadito cola blanca que no podía quedarse de pie y que los mayorcitos veíamos en cassette VHS.
La mujer fatal es un fetiche machista, puede que tal aseveración sea verdadera; sin embargo, en este icono del arte decadentista del siglo XIX también hay goce por infringir dolor y poseer al otro, ese odioso otro, aún a complacencia de él, un poder violento y arrogante que le recuerda aquel mítico pasado en que Lilith pidió arriba. El caso de una mujer dominante y dominadora, pero no “fatal” es Jantipa, (por la etimología de su nombre: yegua de crines amarillas). Si bien los datos son escasos y las referencias parcas, a Jantipa la conocemos como la esposa de Sócrates, una parienta ingobernable, de carácter firme e inquisitivo, que podía arruinarle las tardes homoeróticas a su testarudo marido, nada menos que el filósofo parlanchín y ágrafo de Atenas. Su temperamento iracundo representa para la filosofía socrática un contrapeso de juicio, mientras el hombre buscaba la verdad debatiendo con sus colegas, la mujer padecía la verdad: vivir con un haragán con hoyos en la toga. Su vida simboliza el justo peso de lo inmediato e inmanente contra la divagación trascendental, justo como la filosofía del cónyuge, entonces Jantipa podría ser el motivo especular del que parte Sócrates para presentar una reflexión moral y del “más acá”.
Lo que para la mujer araña del diecinueve significaba la humillación en la cópula del fanfarrón bohemio que no pasa de la palabra a la acción, Jantipa aparece en la vida del filósofo como amarre y coherencia consigo mismo, ella y las femme fatale son pura acción, despojan al varón de toda su falsa dignidad superior en el lecho, bajan al sabio de su elevación intelectual y lo enfrentan con el plausible momento de la realidad inmediata: hace frío, el niño se enfermó, ahí viene el rentero. El macho bravío que blofea sobre su destreza amatoria y el pensador enajenado con sus ideas acaban por arrastrarse desnudos y penetrados por el suelo, como un cerdo, con el pecho que exhibe un letrero a lápiz labial negro: “pollo asado”.
Las dos piezas de hoy son obras de artistas más o menos lejanos geográficamente, pero cercanos en el discurso. Alberto Ordaz, de Zacatecas, Luis Escobar, de Yucatán. En ambos trabajos aprecio similitudes de representación de conceptos icónicos, la idea de la mujer dominante y dominatrix, el varón humillado y puesto en servicio esclavo, la aceptación de éste del dolor a cambio de verdad y de venidas, ya sean de ideas o de esperma. La de Alberto es una litografía: una mujer desnuda acostada boca arriba en el lomo de un marrano enorme, su cuerpo parece estar en paroxismo sexual, el cerdo soporta complacido en su propia indignidad la carga de esa otra que es él mismo en una existencia siempre nómada entre el ser y el estar. La de Escobar es un óleo sobre papel, aquí la mujer luce un atuendo de látex y un moño rojo sobre su cabeza, su rostro demuestra placer y frenesí, tiene al tipo bien montado, la correa sujetada al cuello y las piernitas alzadas, (Satanás supervisa la faena). El ave siendo devorada en una liturgia de cópula rectal.
Dos obvias referencias a estas obras son “Pornokratès” de Felicien Rops y “Sókrates” de Julio Ruelas; está representación de la mujer que domina, el intelecto y el sexo, la idea y la carne, ha tenido popularidad entre los artistas, sobretodo del siglo XIX como los mentados tres líneas antes, hasta nuestros días en los que toca correr a los amigos y meterse a tratar de dar todo de sí en el baile de los acostados.
Autor: Luis Escobar
Técnica: Óleo sobre papel
FB: @Luis Escobar
Autor: Alberto Ordaz
Técnica: Litografía sobre papel
FB: @Alberto Ordaz