
SARA ANDRADE
No es que me guste el chisme particularmente, pero nunca he podido decirle que no a una invitación del INE para formar parte de una casilla. Siempre me ha emocionado la fiesta de la democracia y todo el asunto de que un puñado de gente se organizó e institucionalizó un asunto tan arcano y místico como la democracia y la voluntad de los muchos para elegir a los pocos. Me gustan las puestas en escenas y mirarlas desde dentro, siempre con la idea de que no me dejaré vencer por el juego y que seré una testigo completamente al margen, reservada y atenta.
La cosa es que nunca he podido tomarme una cosa a la ligera. Estoy construida de tal manera que todo me atraviesa, como un colador, un tamiz de arcilla con agujeros de tamaños de guijarros, que no sirve, pero que siente un montón. Así que ahí me tienen, en los simulacros de casilla, jugando a ser una ciudadana que ha llegado a votar sin saber cómo, o jugando a ser secretario, llenando el acta de casilla con la seguridad de alguien con la autoridad que otorga un papel firmado. Es así como siempre me enfrento a todas las cosas. Entre la burla y la admiración, esperando siempre que las cosas sean increíblemente buenas o despiadadamente malvadas, pero siempre encontrándome ante la absurda realidad: que todo es absolutamente mediocre, gris e insignificante. Ah, esa es la cruz de los soñadores.
Esa, más o menos, fue mi experiencia en las elecciones judiciales de este año, las primeras en su tipo, luego de la infame Reforma Judicial entrara en vigor en el país. Yo, como cualquier ciudadano promedio, no tengo la menor idea de que representa este cambio, de quienes son los beneficiados, de cuáles son las estrategias que se van a tomar. Yo, como cualquier ciudadano promedio, solamente sé que los afectados vamos a ser nosotros, nos guste o no. Lo único que sé es que si ignoro todo y me concentro en la ilusión de mis problemas diarios, nada puede afectarme realmente,
En esa ignorancia orgullosa fue que me enfrente a mi trabajo de escrutadora en las elecciones de este pasado 1ero de junio; esperando que las cosas fueran como en mis otras experiencias dentro de una casilla: ciudadanos borrachos, con playeras de partidos, familias enteras votando, saludos y chismorreos en la fila; representantes de partidos con cara de malos, resguardando la urna con celo marcial; el lonche de torta y Coca-Cola, los chistes viejos de voto por voto, casilla por casilla.
No me esperé, sin embargo, que la jornada electoral de estas elecciones estuviera tan desprovista de… todo. Sin votantes, sin representantes, sin tensiones y sin esperanzas de nada bueno o nuevo. Solamente nosotros, los seis miembros de la mesa directiva, sentados uno al lado del otro, escuchando la triste melodía de un saxofonista pidiendo una moneda. Ni siquiera nos visitaron perros amarillos curiosos. Ni la lluvia cayó. Nada de nada. Pura desolación democrática, sin espacio para que una mujer sin más quehacer pueda jugar a hacerse la interesante.
Al final, los capacitadores del INE nos dieron una caja de unicel con comida, un diploma por nuestra participación y 500 pesos en efectivo. El presidente de casilla nos agradeció a todos por nuestro tiempo y yo me fui de regreso a mi casa. Con los 500 pesos, me compré unos Cheetos Flaming Hot y la suscripción a un servicio de streaming de telenovelas chinas, con toda la intención de no pensar en México y sus problemas el resto de la noche.