Por: Sara Andrade
Me acuerdo que una de las primeras cosas que alguien me dijo de Zacatecas (de una manera muy meta, quiero decir) fue que era el estado de las dos estaciones: la del tren y la del frío. No recuerdo si fue mi abuela o mi mamá o algún adulto que se quejaba mientras tapaba con periódico las tuberías del agua para que no fueran a reventar por las heladas.
Eso lo recuerdo también. Las heladas. Recuerdo más el frío que te obligaba a esconderte debajo de media docena de cobijas de tigre y de tomar té de canela con la esperanza de que sea suficiente para calentarte los pies fríos. Recuerdo la nieve y las noches color naranja, del cielo blanco que reflejaba la luz del alumbrado público.
De lo que no tengo noción, más bien, es de la estación del tren, lo cual fue un gran choque cognitivo a mis seis años, cuando entendía una parte del dicho, pero no la otra. Por supuesto que sabía que en Zacatecas hacía frío, pero ¿dónde estaba esa estación del tren? ¿A dónde podíamos ir los habitantes de esta inquietante ciudad y tomar el tren, como había visto incontables veces en películas y series? Me atormentaba el no poder tomar el tren de la manera tan romántica como lo hacían los personajes de la película en turno. Ya saben: Harry Potter atravesando el andén 9 y ¾, o las muchas escenas en la Gran Central de Nueva York, de las parejas despidiéndose mientras uno sube el tren y el otro lo ve desde la plataforma.
Me sentí traicionada cuando la única estación de tren que conocí en Zacatecas fue el monumento petrificado del 3030 y las perpetuas vías ruidosas que atraviesan los cerros de la ciudad.
Había frío entonces. Frío como para congelar las fuentes y como para plumear los cerros de blanco si teníamos suerte. Y estaba su estación: después de la feria, y hasta el natalicio de Benito Juárez, un invierno de seis meses. Había trenes, también. Todo el tiempo. Anunciando que pasaban por la Felipe Ángeles. O eso era lo que yo veía desde el patio de mi primaria, puntuales, a mediodía, yendo y viniendo, en un perpetuo vaivén.
Lo que nunca vi fue la estación del tren. Así que Zacatecas tiene un problema liminal. No porque estemos en un espacio de perpetua espera, sino que estamos en un espacio de perpetua ida y venida. Viene el frío y se va, viene el tren y se va; nunca se quedan, no hacen hogar en la ciudad, no son residentes. ¿No nos pasará así a todos los zacatecanos? ¿Siempre emigrando, siempre con nuestros pueblos fantasmas?
Ahora mismo, siento que ya ni el frío nos queda. Estamos a 35 grados centígrados y pienso yo que la estación de tren que nunca tuvimos está en llamas, impidiéndonos el irnos o el llegar.