ALBERTO TAGLE
El debate actual sobre el posthumanismo y sus alcances confronta las categorías filosóficas tradicionales sobre lo humano al mismo tiempo que apertura un espacio de reflexión de nuestra relación interdependiente con la tecnología, las ecologías y otros agentes no-humanos. Claire Colebrook y Jami Weinstein critican las versiones reduccionistas de lo posthumano que lo limitan como un fenómeno que es vinculado estrictamente al progreso científico y tecnológico, como aquellas versiones que piensan al cyborg como el máximo ejemplo de la imbricación corporal entre lo humano y la tecnología. Bajo estas perspectivas, el peso conceptual de lo posthumano es primordialmente temporal como lo podría ser también la idea de posmodernidad. Sin embargo, si entendemos la epistemología posthumana –descentrada, situada, contextualizada, distribuida y relacional– no como derivada de un periodo particular sino como una filosofía que articula lo humano más allá del avance científico, ésta adquiere una mayor potencia ontológica. Si en el humanismo tradicional, desde el Sapere aude de Kant hasta la idea de Peter Sloterdijk de que “la esencia y función del humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito. Eso que desde la época de Cicerón venimos denominando humanitas es, tanto en su sentido más estricto como en el más amplio, una de las consecuencias de la alfabetización”1, el rasgo de excepcionalidad y distinción de lo humano frente a otras especies siempre recayó en nuestro lenguaje articulado, específicamente en nuestras inscripciones a través de la escritura. Pero, bajo el paradigma el pensamiento posthumano, ¿cuál podría ser el rasgo diferencial respecto de todos los demás agentes cuando el marcador de nuestra historicidad está dado por la inminente crisis climática?
Si para Colebrook y Weinstein el humanismo “siempre ha sido una forma de negarse a ver a la humanidad como un evento biológico dentro de la vida y siempre ha visto (al menos en su modo metafísico occidental) al ser humano como un medio racional, sentimental, técnico, espiritual o histórico de superar la vida”2 puede considerarse que su rasgo diferencial no radica en su lenguaje sino más bien en su excepcionalismo destructor. Katherine N. Hayles piensa que un antídoto eficaz contra el Antropocentrismo y sus efectos devastadores sería suscribir una perspectiva que rompa con la hegemonía humana respecto de los signos que sirva para tratar de comprender otras formas de comunicación y así leer otras necesidades. Sin embargo, es evidente, como apunta Cary Wolfe, que en los complejos ensamblajes donde se atraviesan e influyen todo tipo de agentes humanos, no-humanos y técnicos existirán escrituras e intenciones en armonía, pero también en disputa.
Por otra parte, Colebrook argumenta que, si empezamos a pensarnos a nosotros mismos como los últimos humanos, la pregunta ya no sería cómo podríamos sobrevivir, sino qué formas tomarán nuestras últimas inscripciones en la tierra como traza de nuestra existencia. Si las huellas fósiles y las capas geológicas nos mostraron la existencia de tiempos profundos, antiquísimos y de escalas sobrehumanas antes de nuestra existencia, también es factible comprender todas nuestras escrituras como fósiles, desde una copia del Quijote hasta la acidificación de los océanos o las toneladas de residuos nucleares, como las huellas de lo humano. Por último, desde esta perspectiva de lo posthumano podemos comprender la humanidad ya no sólo como una categoría ontológica sino como un estrato geológico de la tierra con un principio y un fin determinados que serán susceptibles de ser leídos en nuestra ausencia.
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1 Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano, p. 21
2 Jami Weinstein y Claire Colebrook, eds., Ob. Cit., p. XIX. Traducción propia