SARA ANDRADE
Salgo a las 6 de la mañana de mi casa y el centro está vacío.
Es una visión casi distópica. La Guerrero sin carros, las tiendas cerradas. El sol ya ilumina el mundo entero porque ya no existe el horario de verano que nos guarde en la oscuridad azulada del amanecer. Me encuentro con una estudiante con mochila, con un taxista fumando afuera de su carro, con un señor y su perro con el hocico lleno de pelo blanco. No estoy acostumbrada a estar despierta antes que la ciudad. Normalmente yo soy la que se despierta con el ruido de su ajetreo. De mi casa al hospital del IMSS se hacen casi 30 minutos caminando y siempre aprovecho ese trayecto para admirarle la cara modorra a la ciudad. Me da la impresión de que es cuando es más sincera. Cuando todos estamos medio dormidos, blandos de la cama, apurándonos a llegar a una cita médica, a donde más vulnerables nos sentimos.
Lo que me gusta de ir al hospital tan temprano es que se da un fenómeno que solo conozco en los metros cúbicos de la sala de espera del hospital mexicano, que es el de la organización espontánea y sin maldad de los pacientes. Nos volvemos pacientes en toda la extensión de la palabra: enfermos y profesionales en la espera. Llegamos a las 6 de la mañana para estar listos a las 7 y formar nuestras cartillas y poder entrar con el doctor hasta las 8. Si llegas primero te toca la tarea de informarlo: sí, yo soy la primera en llegar, voy al consultorio 3 o voy a Medicina Interna. Te vuelves maestro y guía en esas dos horas de espectacular paciencia. La gente que va llegando entiende la danza especial del servicio de salud. ¿Quién es el último?, pregunta en voz alta y el último tiene que levantar la mano, para que sepa que va detrás de él. El último se vuelve el primero, como profetizaban las Escrituras. Cuando llega alguien despistado, le informamos entre todos el protocolo que debe seguir. Todos nos cuidamos. Todos obedecemos, De repente, entre la casualidad y el olor a jabón neutro y yodo, formamos una sociedad perfecta, sin malicia, con las leyes más puras que se vieron en este lado del Edén.
La fantasía dura un momento. Cuando la enfermera abre la ventanilla, todos nos acordamos, de repente, que el verdadero enemigo a vencer es la institucionalización de nuestros buenos deseos. Que nuestra salud se ve coartada por el monstruo de la burocracia, que somos Teseo y Ariadna y nuestra momentánea camaradería es el estambre que nos puede guiar lejos de la esquizofrenia laberíntica de los servicios de salud en el país. Lo sentimos entre las manos, un segundo. El estar en comunidad. La ayuda mutua. El amor al próximo.
Luego, cuando entramos al consultorio, nos leen nuestros análisis, nos toquetean nuestros males y nos eyectan hacia la calle, se nos olvida todo inmediatamente y volvemos al juego de vivir con el corazón cerrado. Nuestra única esperanza es que, durante la próxima cita, volvamos a experimentar la utopía de la sala de espera.