ALBERTO DE LEÓN SANTIAGO
Hermana:
Escribo para ti con la mente nublada por el dolor de tu partida.
Hice un viaje hoy, un viaje inesperado. Fue una invitación para volver a los caminos en los que me tomabas la mano, a las bancas duras donde te sentaste a mi lado. En las visitas a nuestro pueblo, sentíamos el aire entre las redilas de las camionetas de pasajeros. Y tus brazos, tibios, rodeando mis hombros, colaban el hielo entre las tablas. En este nuevo transporte, que mis sueños de clase media me permiten abordar, pasaban una película en la pantalla empotrada tras el asiento del chofer. Era un filme flojo y, a pesar del dolor, las risas de los actores distraían mi pena: tal vez deba agradecer que la intermitencia de las escenas se fuera mezclando con los años felices que vivimos juntos, y que las lágrimas, perlas falsas de abalorio, pudieran disimularse entre los esbozos de mi risa desencajada.
Cuando bajé de la camioneta, no podía dejar de pensar en lo bien que se veía ahora la carretera pavimentada que conduce a tu pueblo. Hay taxis para evitar el largo camino hasta tu casa, pero no tomé ninguno. Mis pies se fueron adhiriendo a la gravilla en las márgenes del pavimento, mientras me concentraba en tus recuerdos felices para no llorar más de lo necesario. Porque tú no merecías mis lágrimas, más bien, no las necesitabas. Lo que siempre imploraste en silencio fue ayuda.
Era una mañana feliz, con pocas nubes, olía a campo, a vacas, a sudor de caballos y a leche recién ordeñada en los potreros al lado del camino. Pero lo más feliz de aquel día era un árbol de nuestra infancia, plantado ahora en serie en los linderos del panteón, cargado de flores y desprendiendo los pequeñísimos helicópteros de la memoria en el vuelo helicoidal de los ramos arrastrados por el viento. Eran una bienvenida de mariposas, como allá en el portón de nuestro hogar prestado, y una despedida de polillas, con el polvo de sus escamas que penetraba el alma de nuestros cuerpos tendidos de espaldas, viendo descender los remolinos de alegría en la risa de pétalos emanada del árbol.
Pero los sepulcros, que resguardaban aquella barda de inmortales, me llevaron del ensueño a la cruda vergüenza de saber que acudía a tu sepelio sin haberme despedido. El árbol aún recrimina mi indiferencia en cada flor abandonada al viento, es un inquisidor implacable que me gustaría no haber encontrado, pero era necesario pasar a sus pies antes de llegar a tu casa. Esa mañana supe que también sería imprescindible volver a aquel lugar a entregarle tus despojos.
Era un día de felicidad desperdiciada, que tus dolientes no tenían derecho a disfrutar, porque era inoportuna, como el grito vulgar del ebrio que piensa que goza con la pérdida de la consciencia. Nos convertimos en extraños unidos por la sangre desde el ingrato día de una Navidad. Escribo, tal vez por egoísmo, por remordimiento, porque son cosas que no te dije. No sé si tú sabías que yo te quería porque eras mi hermana, que te extrañaba.
Mi limitada voluntad me impidió entender, durante mucho tiempo, cómo era qué tú siempre podías compartir los frutos de tu tierra: los quesos rebosados y envueltos en el oro verde de las hojas de buchicata, las mojarras frescas, las esmeraldas ácidas de los limoneros y el crujiente sabor de los totopos arrullados en el fogón de la pobreza. Yo ni siquiera podía compartirte un poco de mi tiempo. Cuando escuchaba comentarios de tu vida de maltratos y golpes, no me preocupaba que no fueras feliz, me afligía no hacer nada para defenderte del verdugo de tus días. Tu cara, hermana, un sol bruñido en bronce de mis días de escuela, se ensombreció desde que te casaste. Las palabras dulces se apagaron en tu boca, y un día, cuando te ayudaba a cuidar a tu primer retoño, el rencor de la impotencia brotó entre nosotros por alguno de mis descuidos, y desahogaste en mí la frustración de aquella unión forzada. Yo no fui menos que tú y, a pesar de mi corta edad, rebatí con odio cada una de tus palabras, hasta que el ángel del silencio nos arrebató la voz y las lágrimas llegaron para extenderlo hasta este día.
Tu sonrisa, sin embargo, me acompañó a todas partes, unida al recuerdo de nuestro pueblo, viejo y polvoriento, donde vivimos el paraíso de sentirnos ricos en medio de la miseria. Te veía siempre en la memoria de nuestras tardes, llenas del calor del fogón recién encendido por la abuela, sonriendo con una llama más viva que la lumbre. Veías a través del velo de mis juegos, adivinando mis sentimientos, como me imagino que ves ahora con las ventanas de tu alma, cerradas por la fuerza de la parca, y cubiertas con la mantilla para evitar las moscas y las murmuraciones.
No sé si alguna vez fuiste tan feliz como aquella tarde nublada en que tomaste mi mano y me dijiste que fuera contigo. Me ayudaste a bañarme y me buscaste la ropa decente que guardaba para los días de feria. Tú mudaste en la primavera como la oruga nocturna que se convertiría en polilla. Tu vestido, de una tela parecida al satín, era blanco, con flores de malva y burbujas difuminadas en tonos de un púrpura que ya no existe. No fue necesario el permiso de mamá, porque no estaba en casa. Tomaste mi mano, cerraste las puertas que daban al patio y abriste las de tu corazón al aliento de tu primer vuelo, revoloteando hacia la luminaria diurna del amor.
Salimos a la calle. Tus pómulos, hermana, fulguraban en reflejos plateados. Yo te vi y creí que iríamos a una fiesta. Recordé expectante la ocasión que comí pastel a escondidas en la casa donde trabajabas como sirvienta. Ardías en felicidad y el fervor de tu pecho había tostado tus facciones.
—No vamos a tardar —dijiste, pensando que debías convencerme—, volveremos antes de que llegue mamá.
Afuera, el cielo cubría nuestra escapada con los nublados de la tarde en decadencia. Preguntaste la hora a la vecina para que la felicidad no se nos hiciera tarde. No había sol, pero tú eras un astro de jaspe y de obsidiana, el tono azabache de tu piel dejaba escapar sus rayos convertidos en hilos de cobre a través de tu pelo ensortijado; muchos prendedores los ataban para evitar que escaparan hacia la caricia de tus hombros. Atravesamos la calle tomados de la mano, nuestro destino estaba a muchas cuadras, más allá de las barrancas por donde te acompañaba al molino, más allá de los ciruelos desnudos donde escondías mis juguetes cuando íbamos al mercado. «¿Por qué los dejamos ahí?», te preguntaba. Era para que los niños de las ventanas no envidiaran la modernidad de los carritos con llantas de corcholatas, ni la habilidad de mudar de piel de los luchadores descascarados y mucho menos el brillo de las canicas rotas; claro, también evitaban las burlas de los ignorantes que no entendían las ventajas de aquellos juguetes que inventaban el juego en vez de complementarlo. Desde sus casas de dos pisos, con sus fachadas blancas, relucientes, estrenando las pinturas nuevas después de las lluvias, los niños de arriba nos veían con miedo y asombro.
Hermana, tú resplandecías más que todas esas fachadas. Las raíces de las ceibas y las parotas, durmiendo a orillas del arroyo, se alegraban con tus pasos. A dónde íbamos, no sabía. Pero era una marcha de triunfo.
La felicidad hermana: ¿cómo se nos escapa de las manos?…
¿Qué es?…
Tú la encontraste. Aunque fue sólo un segundo en la muerte del día. Las piedras gritaban tu nombre cuando tropezabas con ellas y tus huaraches sencillos, del plástico reciclado en una fábrica capitalina, les exigían el paso callándolas con tu seguridad sobre el camino. Cerca de la ceiba grande, al lado del puente donde levantamos el nixtamal derramado la tarde anterior, me miraste preocupada.
—No le vayas a decir a mamá —me suplicaste en voz baja.
No te respondí y tú no esperabas respuesta. Han pasado décadas, hermana, y aún no sé cuál fue el secreto guardado: la felicidad de tu alma o la masa llena de piedritas que dimos a las gallinas. Una felicidad que no podía compartirse con nadie y que tú compartiste conmigo.
Hermana, ¿qué sentiste cuando acordaron tu matrimonio forzado? ¿Te acostumbraste al amor falso? ¿Aprendiste a querer la costumbre? ¿Encontraste en tus hijos el refugio de la felicidad que no pudiste construir con el joven que intentó tomarte la mano sobre aquella calle de tierra? Tú apretaste la mía, sonrojada por los nervios. Caminamos los tres entre las nubes de la ilusión, a través del polvo de la tarde. Tú me llevabas de la mano y él te llevaba a ti. Me sentía incómodo, no debía permitir que alguien tocara el bronce de tus dedos. Platicamos de cosas que no recuerdo, tu cara escondida en el rubor de tus pómulos. Hermana, tomé la cola de tu vestido el día de tu boda, pero no vi ni siquiera una brizna de la felicidad de aquella tarde. En medio de nosotros, caballeros dispuestos a defender tu honor a toda costa, eras libre, y yo lo sentía. No sé si alguien notó nuestra ausencia en la casa, porque tú te habías perdido voluntariamente. Yo iba anclado a ti, a tu seguridad, a la certeza de que habías encontrado un tesoro. Un tesoro amenazante que tocó tu mejilla y yo no pude hacer nada para detenerlo. Hermana, fueron minutos, pero quería grabarme su rostro por si lo veía de nuevo y tenía que enfrentarlo. Su identidad se perdió para siempre tras la resignación de una vida inalcanzable para los pobres. Su delgadez, su rostro común, su voz hipnotizadora y su risa franca la guardaste únicamente tú. No me compró golosinas, ni me sobornó con refrescos a pesar de las tres tiendas que pasamos, tal vez sus bolsillos estaban llenos de honestidad o tenían agujeros hechos por la bondad de sus sentimientos.
Cuando lo convenciste de que teníamos que irnos, prometió traerme un trompo la próxima vez e hizo una cita para el domingo de un año que no llegó.
Hermana, lo único que supera ese recuerdo es el peso del remordimiento, porque cuando después supe de los maltratos que recibías, nunca me tomé un momento para preguntarte por tu vida, para llamarte… Hermana, yo no sé si fuiste feliz después de aquel momento, ni siquiera estoy seguro de que la felicidad exista. Yo nunca estuve ahí, me alejé de ti, de nuestra familia que se fue diluyendo con cada nuevo matrimonio. Me duele saber que nunca celebré contigo un cumpleaños, ni las alegrías de tus hijos, ni el consuelo de tus lágrimas en tu nueva vida. Y me duele más tener que agradecerte con el silencio del sepulcro que, al recibir tu ataúd, produjo una nube de polvo, como la de aquella tarde cuando conocimos la felicidad juntos.