ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINIZA
Si escribimos, es porque en algún rincón de nosotros, hay un fantasma inquieto. La imaginación es esa cosa incorpórea que ronda nuestra mente como un alma en pena, como los murmullos de Comala en Pedro Páramo. Nos invita a lugares desconocidos, a historias que aún no tienen rostro, y nos desafía a darles vida. Pero a veces, como Preciado, nos encontramos con la nada, con ecos de algo que parecía prometedor y terminó siendo polvo.
La imaginación en la escritura es un acto de fe, un diálogo mudo con esos espectros. Nos sentamos frente a la hoja con la esperanza de ver aparecer un personaje, un conflicto, una escena. Y ahí está, siempre tímida y esquiva, como si no supiera si quedarse o desaparecer. A veces, viene de golpe, como una visión que no podemos dejar pasar; otras, nos hace esperar con la impaciencia de alguien en medio del desierto.
La escritura es, entonces, el esfuerzo por atrapar esas apariciones, de sostener un momento la luz en la sombra. Pero, claro, a la imaginación no se le puede pedir que se quede quieta. Ella es una vagabunda, va y viene como el viento, se esconde entre palabras que no conocemos, nos deja hablando solos como Juan Preciado, que conversa con los muertos sin saber que son muertos.
Y aquí es donde entra el humor: ¿quién sino el escritor entiende lo absurdo de conversar con lo invisible, de hablar con personajes que no existen? La escritura, como Comala, está poblada de voces extrañas, de ideas que nos hacen reír de su propia rareza. La imaginación es una bromista, una especie de Susana San Juan que danza en nuestra mente, nos invita a seguirla, a perseguirla por esos caminos desconocidos de la ficción.
Pero, aunque a veces parece burlarse, la imaginación es generosa. Nos da un paisaje, un rostro, una línea. Nos regala esos destellos que, aunque pasajeros, pueden transformar una historia. Y así, como quien junta fragmentos en un sueño, vamos construyendo, armando y desarmando, jugando a ser un poco como Pedro, un poco como Juan, y mucho como nosotros mismos, tropezando con la extrañeza de lo que intentamos decir.
Al final, escribir es aceptar la naturaleza elusiva de la imaginación. Es entender que, como Comala, nuestra mente está llena de sombras, y que es allí donde las historias encuentran su origen. La escritura no es un acto de control, sino de rendición. Nos entregamos al juego, al absurdo, al misterio de crear, y reímos, porque, al fin y al cabo, sabemos que los fantasmas son siempre los mejores compañeros.