J. Luis Carvajal
La máscara es un símbolo muy potente. En “El espejo y la máscara” de Borges, alude a cierta poesía que “suspende, maravilla y deslumbra”: la poesía que revela velando y que vela revelando. Para José Eduardo Cirlot, “la máscara equivale a la crisálida”, en tanto oculta y protege la transfiguración (misteriosa y vergonzosa) del rostro que oculta. Desde su mismo título, El museo de las máscaras de Sergio Pérez Torres (Tierra Adentro, México 2018) hace de este ocultamiento (de esta metamorfosis) la piedra angular de su escritura. Los poemas que componen el “museo” se agrupan en siete tipos de máscaras: de hierro, de piel, de barro, de madera, de piedra, de espejo o rotas (fuera de exhibición). Más allá de esta diversidad, estas máscaras cuentan, en su conjunto, una historia común: el idilio entre un Yo lírico y un Él amado que ocultan su identidad (individual y de género) tras el velo del lenguaje: un “lenguaje hecho de noche a mediodía”.
Especialmente misteriosa es la estrategia de eliminar toda seña que delate la identidad de género del Yo lírico. Se trata de un Yo “asexuado”, pero no asexual, que por principio de economía puede asociarse con un varón: un joven enamorado de otro, tan parecido a sí mismo que podría confundirse con su reflejo. De ese modo, es posible leer El museo de las máscaras como una elegía de amor homoerótico, escrita con melancólica elegancia, a la manera de los Idilios de Teócrito o ciertos poemas de Cavafis: una “intensa contemplación de la belleza” en las líneas del cuerpo, en los labios, en los miembros y los cabellos de otro varón. Una estética (una erótica) que produce imágenes de sutil pero rotunda sensualidad: “La sombra de su espalda se vuelve enorme / y alcanza la sombra de mi cintura. / Estoy quebrándome como una flauta hecha de huesos”.
Este libro (como museo de máscaras) exhibe diferentes rictus, distintos avatares de un idilio que por lo mismo se vuelve arquetípico. Una pasión enmascarada (transfigurada) por las filigranas del lenguaje. Desde la soledad inicial entre los amantes (“es muy lejos ahora para volver atrás / quien fui antes de verlo convertido en hierro entre las venas”), hasta la soledad final, cuando la figura del amado se aleja, se vuelve diminuta (y “desde ahí señalas tu teléfono y me miras, / encoges los hombros, / me indicas en silencio que no alcanzas a oírme. / La señal se está cortando”), cada episodio de esta pasión es narrado en primera persona, desde una intimidad que simula ser presente y cercana (tacto con tacto, mirada con mirada), pero que está narrada, en realidad, desde la ausencia y el luto: desde la soledad final, el adiós interminable, donde desemboca todo idilio. Una pasión amorosa, sincera y generosa al límite, que gusta de admirar ante el espejo la plenitud de silencios, soledades y sombras compartidas: “Eran pocas palabras, pero daban luz; / me mirabas como si no existieran los finales / o la muerte no tuviera poder sobre nosotros. / Lo que amé en medio de tus ojos / fue tu sombra deslumbrando a la mía”.
No ocultaré que, al terminar el libro de Sergio Pérez Torres, me ha quedado un sinsabor existencial en la boca. Si el amor es una máscara, ¿qué es lo que se oculta, lo que se transfigura detrás de ese antifaz? Quizás la clave simbólica no esté en la máscara ni en el espejo por separado, sino en su conjunción. Cuando el Yo lírico se asoma al espejo del amor (como Narciso ante el estanque) entonces descubre la máscara de un Él amado que no es sino reflejo de sus deseos, de sus vacíos, de sus heridas. Veo en el otro lo que quisiera que el otro viera en mí, y al final sólo descubrimos nuestro miedo interminable (irresistible) al vacío.