Joselo G. Ramos
Cuando llamaron a la puerta corrí entusiasmado para recibir a la primera visita. Después de dos meses de haber llegado al pueblo, Raquel fue la primera persona en acercarse. No conocíamos a nadie y en la casa que alquilamos comenzó a sentirse la soledad, como si por goteras se inundara de ausencias cada habitación. Claudia había ingresado a una preparatoria que no terminaba por convencerla, quizás fueron las instalaciones rústicas e improvisadas la razón de su amargura; tal vez, como siempre decía al volver de clases y asomar por la puerta el rostro fastidiado, sólo extrañaba a sus amigos de la ciudad. Mamá aceptó la dirigencia del centro de salud en el pueblo. Sin meditarlo decidió que viviríamos ahí por unos años. Después del divorcio necesitaba dinero y distancia, este lugar podía dárselos. Mi hermana y yo, sin quejas y reniegos debimos acompañarla.
La llave, sujetada con un fuerte nudo a un cordón de zapato, siempre colgaba de mi brazo como una especie de castigo a mis distracciones y olvidos. Después de clases tenía que regresar solo a casa y esperar encerrado a que regresaran Claudia y mamá. El pueblo era pequeño, pero debía andar con cuidado y caminar únicamente por las calles más habitadas, aunque no parecía haber más que ganado perdido y perros en celo que iban en fila de acá para allá levantando polvo.
Había dos escuelas primarias, mamá me inscribió a una que tenía apenas seis salones y de la cual nunca olvidé su olor a humedad y pintura fresca. Éramos pocos alumnos, me dio la impresión de que todos los niños se conocían desde el nacimiento y eso generaba cierta repulsión hacia mí. No sabía cuándo tendría amigos y en verdad poco me preocupaba porque cuando regresara a la ciudad quería evitarme las despedidas. Puede que ellos, esos amigos ficticios que entonces me barrían con la mirada al acercarme al terregoso campo de futbol, me convencieran a quedarme.
Metí la llave a la cerradura, la giré apresurado y del mecanismo que me resguardaba del exterior sólo escuché rebotar la petaca, una campanilla alarmante, como si la propia puerta de mi casa tuviera acceso al infortunio. Cuando estaba solo en casa las prohibiciones eran obvias: no salir por ningún motivo y, sobre todo, no abrir la puerta a extraños.
Pero estaba aburrido y mi ingenuidad me hacía creer que no corría ningún peligro con los habitantes del Tábano. Mamá salía desde muy temprano, cuando la noche aún permanecía fresca e iba despertando a los gallos y a otras aves silvestres. Claudia y yo íbamos a clases a la misma hora. Antes de separarnos por una modesta avenida ―que muchos años atrás pudo ser un riachuelo― no se despedía, sin antes advertirme sobre hablar con desconocidos. No podía haber gente tan mala aquí, pensé.
Abrí la puerta y me topé con unas rodillas percudidas, casi cubiertas por una falda de color asalmonado. Antes de pasar al rostro de aquella presencia di un vistazo rápido al calzado. Me encontré con un par de zapatillas negras, empolvadas, sin tacón y que en otros tiempos debieron lucir muy bien. Recordé los atuendos que Claudia usaba cuando vivíamos en la ciudad. Al salir de su habitación, le seguía un tufo que parecía venir de algún departamento de perfumería, y lo regaba por toda la casa al caminar silenciosa hasta la sala de estar, donde mamá veía televisión.
Después de obtener el permiso rogaba por una prórroga que solía extenderse a horas de la madrugada.
La mujer traía puesta una camisa azul, cuyo color se conservaba tras años de espera colgando en algún ropero, y un suéter de estambre rosado, unido a la altura del pecho por un solitario botón. Encontré en su rostro, además de manchas de tizna disimuladas con saliva ―que identifiqué por el rastro blanco y endurecido que suele formarse en las comisuras de los labios al despertar―, unos ojos negros, que compartían la antigua inocencia de los míos, unas cejas bruscas, una frente estrecha que seguía de un pelo breve, rizado y oscurecido, donde se reflejaban días sin agua, pero sin cana alguna. Mamá debía teñirse cada mes para conservar el castaño que tanto presumió durante su juventud. Siempre se resistió al paso de los años y a la gravedad.
Aquel remedo de elegancia traía consigo un detalle que realmente parecía hacerle justicia al atuendo. Al primer vistazo dudé si esa presencia, que de pronto se asomó al filo de mi puerta, fuese alguien externo a la mujer. Sin dudas era su hijo, un monigote con vientre abultado y cara enjuta. Lo supuse por la seguridad que emanaban sus ojos al verme, tal gallardía no podía relucir más que en un crío acompañado por su madre. A lo mucho tenía unos seis años, a pesar de su barriga lucía más flaco que yo, pues las piernas me parecieron delgadísimas. Sus piececillos estaban metidos en unos holgados tenis blancos sin cordones, lo más presentable que tenía, pensé. Aquella cosa me veía desde el filo de la puerta y también por encima de mí. Terminó el incómodo silencio cuando retrocedí un paso.
―Busco a tu mamá ―dijo con voz temblorosa, pero manteniendo con seguridad la mirada.
―No tarda en llegar ―respondí mientras agachaba la cabeza para huir de sus ojos. Al instante, el niño alcanzó la mano de su madre. No me había fijado en las manos, ambas eran débiles y huesudas, las uñas parecían afiladas por una corteza de mugre. Los dedos se entrelazaron de una forma tan natural que no me quedó duda alguna, no eran hijo y madre, sino una criatura extraña que sólo podía aparecer, ventajosa, en la puerta de los niños solitarios.
―¿A qué hora crees que venga? ¿Podemos pasar? Mi hijo quiere usar el baño ―la mujer echó un vistazo al interior de la casa. Uno de sus ojos, distinguible por un puntito negro cerca del iris, se movía sutilmente entre cada rincón perceptible. Seguro logró ver la mesa, los sillones en la sala contigua al comedor y las cortinas al fondo que ocultaban el pasillo que comunicaba a las habitaciones. Luego dio un paso al frente, quizás desafiándome. El niño, ahora en cuclillas atrás de ella, me veía entre la rendija ensombrecida que formaban las piernas de su madre.