J. LUIS CARVAJAL
A veces pienso (sólo a veces) que el lenguaje nació del dolor y del grito: de la necesidad primigenia por expresar al prójimo la pena que uno siente, hundido en la mazmorra de su cuerpo y de su conciencia: en su soledad de ser doliente. Pues resulta, además, que todo duele, incluso lo que hoy nos alegra y que mañana, fatalmente, nos embriagará de duelo y de nostalgia. “Oh, dulces prendas por mi mal halladas”, se lamentaba Garcilaso de la Vega al evocar las dulzuras de su amante, pues las paladeó sin saber que después le serían “con tan grave dolor representadas”. Duele la memoria y duele el olvido, duele la vida, pero duele más la muerte. Lo paradójico es que, al escribirlo, el poeta no busca anestesiar su luto, sino cauterizarlo con fuego. “Me apena que no me duela lo suficiente / que el hollín de la ausencia no me colme las lágrimas”, escribe Ibán de León al enterarse de su orfandad, justo a la hora en que su madre se levantaba para ir a vender el pan en el mercado.
Esta imagen aquilata la tragedia que palpita en Pan de la noche (Universidad Autónoma de Zacatecas, 2019), el poemario con que Ibán de León obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde” 2018. Una imagen entrañable que deviene funeraria: el pan que cada noche preparaba la madre para sostener a sus hijos fue horneado con la leña cuyo humo le indujo el cáncer que al final la mataría. “Sobre el afán de mis papeles ha caído un recuerdo llamado carcinoma”, escribe el poeta a posteriori, al recordar que con las lluvias de mayo él y su hermano cazaban cangrejos para engañar el hambre: “hay una gran tristeza en todo esto: matamos para ser, siempre es así”.
Leído como un poema de largo aliento, Pan de la noche narra un doble retorno: un retorno nostálgico a su infancia, activado por la noticia de que su mamá está a punto de morir, y el retorno maléfico a su tierra, al edén subvertido que agoniza, desahuciada por otro cáncer: el carcinoma de la violencia social provocada por el narcotráfico. Así, mientras el tumor incendia por dentro el cuerpo de su madre, el poeta sabe que allá afuera se cortan cabezas, se amputan manos, se asesinan muchachas en cada plaza. Porque “aquí le dicen plaza a muchachas que iban a trabajar y nadie volvió a saber de ellas. A jóvenes que protestaban en las calles y al día siguiente no regresaron a sus casas (…) No lo creerías, mamá, le dicen plaza al miedo”. A pesar de ello, el poeta no se rinde ante la atroz intemperie que lo asedia. “Para qué estas palabras”, se pregunta con su mesurada métrica y su melódica tristeza, “mejor será darle un nombre a lo que cae, al cuerpo maniatado / que defiende el recuerdo de una casa, / de unos hijos, de un perro”.
No se trata, entonces, de cerrar los ojos ni encerrarse en el silencio. Se trata, más bien, de encarar el miedo y llamarlo por su nombre. Nombrar, por ejemplo, a ese niño llamado Mario, que acosaba a sus compañeros en la escuela, que después se volvió sicario y que un día cualquiera terminó baleado, “vencido en la impiedad de una banqueta”. Pero se trata también de nombrar la vida, la dignidad de los dolientes, la valentía de los agricultores que desafían al narco, la sombra de la ceiba protectora, el totomosle que verdea los elotes, el canto del pájaro chicú, los caballos que pacen en la oscurana, o “el horno como un iglú de barro junto al nanche que florece entre mis dudas”. Y de nombrar también a su madre, Lidia, que aprendió el consuelo del pan para sus hijos, de la misma forma que su hijo Ibán aprendió el consuelo del verso para su propio corazón.