Por Alejandra R. Montelongo
Piangiamo… El Santo Padre repite la palabra desde el púlpito. Se aferra a la Biblia buscando el soporte que le niegan sus pies. Mira a ese público ausente, a ese mundo vacío y repite la palabra.
Al otro lado de la televisión alguien obedece, llora, sumida en la oscuridad asiente a las palabras del Santo Padre y deja escapar las lágrimas retenidas desde el inicio de la cuarentena, aquellas acumuladas día a día al saberse sola en ese departamento y en la ciudad, sola, rodeada de otros edificios con gente que al igual que ella, se han ido llenando de ansiedad, desesperanza, ausencias… Pero es verdad, Jesucristo también había llorado al saber de la muerte de Lázaro. Él entendía aquel dolor.
En la pantalla, el Papa da su bendición y, entre cansadas alabanzas, termina la transmisión de la misa; ella cierra los ojos y ora al igual que muchos otros miles de personas. Cansados de perder seres queridos, repiten sin cesar que ya no soportan más muertes, que jamás se resignarán al olvido, y, al igual que Jesús, ellos también quieren ver otra vez a sus seres amados. Piangano… resuena en sus mentes. Sumidos en la desesperación y la soledad, oran deseando torcer o ahogar con sus lágrimas la voluntad divina.
Y lo consiguen. Al día siguiente el milagro es tendencia, en cada noticiero y primera plana no se habla de otra cosa: En medio de un trance violento, los infectados resucitan.