FROYLÁN ALFARO
Para esta entrada, querido lector, le traigo algo un poco diferente, pero la intención es la misma: reflexionar y no necesariamente estar de acuerdo con lo que digo (de preferencia no estar de acuerdo).
Le hablaré un poco sobre la locura, pues ésta se muestra (al menos a mí) como la respuesta última al sinsentido de la existencia. Desde la infancia, nos acompaña silenciosamente, ofreciendo un refugio frente a la monotonía de una vida que nos revela su naturaleza incoherente. En esa etapa en que las horas se estiran indefinidamente, la locura se convierte en un respiro, en una evasión necesaria. Gracias a ella, el niño transforma su realidad, dotando de color y vida lo que de otro modo sería una repetición interminable de juegos y prohibiciones. Sin esa chispa, la infancia, ese período en el que el tiempo transcurre con una lentitud infernal, sería intolerable.
Es en esta primera etapa donde el niño comienza a descubrir el rostro de las reglas. “¿Por qué no?”, pregunta con su lógica recién adquirida, buscando razones donde no las hay. Y las respuestas que recibe, generalmente, son sólo un autoritario “porque sí”. Las reglas de los adultos, que parecían coherentes, pronto revelan su naturaleza contradictoria: lo que hoy es permitido, mañana puede ser castigado. Así, la infancia se convierte en un manicomio donde la racionalidad está del lado de los adultos, porque los niños nunca tienen la razón.
Esta arbitrariedad no es un accidente; es un reflejo del caos en el que están inmersos los adultos. Los padres no son más que un eco de la sociedad en la que viven, una estructura de poder que, al igual que las normas familiares, se sostiene sobre una incoherencia. Las instituciones, las leyes, la autoridad, presentan una fachada de orden que se desmorona ante el primer vistazo crítico. Las contradicciones que el niño encuentra en casa se replican en todos los ámbitos de su vida: lo que aprende en la escuela choca con lo que experimenta en la calle, y los mensajes que recibe de los medios de comunicación son a menudo irreconciliables con lo que se le enseña como “correcto”.
En la adolescencia, la locura deja de ser el refugio imaginativo de la infancia, se transforma en una fuerza desbocada. Las emociones se desatan con furia, y la razón, que antes luchaba por encontrar sentido, ahora queda eclipsada por las pasiones. El adolescente se siente incomprendido, aislado en un mundo que percibe como injusto y corrupto. Se ve a sí mismo como un héroe destinado a corregir las injusticias del mundo. En esta fase, la locura se intensifica, llevándolo a decisiones extremas, a compromisos grandiosos que, con el tiempo, se desmoronan.
Sin embargo, esta rebeldía es engañosa. Aunque parece una época de insurrección y desafío, pronto se vuelve una de las más conformistas. Las grandes ideas, los sueños de cambiar el mundo, se reducen gradualmente a metas más pequeñas y prácticas: conseguir un trabajo, obtener un título, etc. Y así, la locura se transforma en una rutina, en una adaptación a las exigencias de la vida adulta.
La madurez, en este sentido, no es más que la traición final. El joven rebelde que alguna vez se opuso al sistema, ahora se conforma con las reglas del juego. Los ideales se disecan y lo que en la juventud parecía intolerable, en la adultez se acepta con resignación. La locura se transforma entonces en el conformismo de lo cotidiano. Lo que antes era una búsqueda de sentido, ahora se convierte en la aceptación de una vida sin dirección clara, bajo la ilusión de que cada pequeño objetivo —trabajar, ahorrar, prosperar— tiene un propósito mayor.
Esta locura de la normalidad no es menos peligrosa que la de la juventud. Fingimos que las tareas diarias tienen una trascendencia que no poseen, nos perdemos en los detalles insignificantes y en las preocupaciones triviales, mientras la vida sigue su curso.
En la vejez, la locura toma una nueva forma: ya no se trata de crear o cambiar, sino de recordar. El anciano, al igual que el niño, repite una y otra vez los mismos episodios, pero esta vez en forma de recuerdos, intentando detener el avance del tiempo.
Parece entonces que la locura nos acompaña en todas sus formas a lo largo de la vida, ayudándonos a soportar el absurdo de la existencia o abonando a él. La salud mental, al fin y al cabo, no es más que una locura socialmente aceptada. Estar sano es estar loco, pero dentro de los márgenes de lo convencional. ¿Usted, querido lector, qué piensa al respecto?