Por: Sara Andrade.
Nunca escuché sobre un psiquiatra más que en televisión. Recuerdo con claridad este estereotipo de psiquiatra de las series gringas. Un doctor que no es realmente doctor, es más bien como una criatura excéntrica, bonachona, del mismo corte de los enfermos que tratan. Se les tiene menos consideración que los policías que tratan con los peligroso y sexys criminales del episodio en turno.
Recuerdo haber escucho de un psiquiatra la primera vez. Lo oí mencionar en el tono de voz confidencial que usa la gente cuando quiere hablar de algo que ellos mismo denuncian. Un “ay, qué pena, pero Fulanita va a un psiquiatra, por eso de su bipolaridad”. Incluso me acuerdo que la palabra “bipolaridad” la dijeron en voz aún más baja, como para demostrar que aquella enfermedad era aún peor que el secreto de los doctores que tratan la mente humana.
Eran cosas que se decían sin decir, o eran cosas que yo veía en la televisión, tomadas como una broma. ¡Ah mira el doctor de los locos y los locos! Encasillados en un episodio especial durante la temporada, sin más atención deferencial porque la verdad del caso es que es preferible un asesino en serie, cuya enfermedad mental tiene la ventaja de ser capitalizada, que un estudiante de 20 años, deprimido y con los exámenes en la puerta, ideando si aventarse del puente de camino a casa o vivir otro día.
Pienso en mi misma a los 28 tocando la puerta de mi psiquiatra y preguntándole que si era posible encontrar un diagnóstico a los asuntos de mi cerebro a esa edad, porque no sabía si era posible. Tenía la idea, tomada de algún mito urbano, de alguna creencia generalizada, que ya tan próxima a los 30, para mí ya no había solución posible. En todo caso, una explicación de dónde torcí camino. Pero resultó que no era así. Que había paliativos, que había ayuda y que, además, podía comenzar ahora, en el largo camino de la salud mental.
He escuchado hablar mucho de un fenómeno que ataca a los que hemos sigo diagnosticados de manera tardía: es una especie de melancolía por la persona que pudimos haber sido de haber sabido que había ayuda para nuestra depresión, nuestra ansiedad, nuestras neurodivergencias. Es un duelo por la muerte de una posibilidad: pude haberme sentido mejor antes, pude haber recibido ayuda antes. Si tan solo no se hubieran callado, si tan solo no hubieran bajado la voz cuando hablaban de las enfermedades mentales, de los trastornos, de los síndromes que también sufren nuestros grandes y delicados cerebros.
Decir que necesitamos ayuda y que sufrimos de una enfermedad invisible no debería ser un tabú o una palabra prohibida. Es el silencio, también, el que termina por acabar con la vida de aquellos que sólo han relacionado la depresión o la ansiedad con la vergüenza o el silencio. Que no se quede en estereotipos o bromas o capítulos especiales: sino que se nombren con toda la seriedad que ameritan.