Enrique Garrido
Un aviso antecede a una desgracia, no obstante pecamos de un optimismo de oídos sordos. Acá, una parábola que parece anécdota. Pleno siglo XXI, corren los tiempos donde la permanencia laboral, así como la de los cines, dejó de ser voluntaria. En lugar de pensar sobre contenidos e ideas, al interior de una dependencia relativamente importante se discute en torno a qué cantidad de tiempo previo es necesaria colocar el café de bienvenida para un curso. Entre las negociaciones con sabor a Stevia y el ánimo de velorio, y como si se tratara de una corte medieval, un bufón busca amainar la nube de aburrimiento que ronda esa reunión, y de paso ganar puntos con el nuevo jefe. La estrategia, apostar por el humor. Así, durante su intervención contó lo que se podría denominar un chiste perfecto, pues contaba con el timing, las referencias, el sutil sarcasmo, así como una tenue sátira de la situación. Casi todo el auditorio rompió en carcajadas, excepto por la persona más importante para él en ese salón.
Descubrió algo que presagiaba la ignominia, adquirió consciencia de la asincronía entre sus humores. No importaba que ese jefe se hubiera presentado como alguien cercano, como alguien accesible, un humor frío no se puede ocultar. De este modo, un par de meses después, dentro de una oficina, el estado de nuestro bufón cambió a desempleado.
En un “manual para ser gerente” que leí se insinuaba que para evitar insubordinaciones, así como obtener horas de trabajo extra y ese tipo de cosas que benefician a la “compañía”, era necesario establecer una especie de “amistad” mesurada, o, francamente, falsa con los empleados. Dentro de la observaciones que planteaba era averiguar si el subalterno o la subalterna eran adeptos a un equipo de fútbol, si eran padres de familia, o al cine, y, a partir de ello, recibirlos con un saludo cordial y preguntas personalizadas tipo: ¿Vio el partido anoche?, ¿cómo va fulanito junior?, o ¿ya vio la película de moda? Siempre bajo un halo de respeto y distancia para que entendiera que, antes de ser su falso amigo, era su superior real (sea lo que eso signifique).
Frente a esto nos preguntamos: ¿alguien que muestra un poco de interés en nosotros es nuestro amigo? ¿Realmente le interesamos? La moneda está en el aire.
Un forma de reconocer, o plantear acercamientos lo más reales posibles, es la denominada “pequeña obscenidad amistosa”. Cuenta el filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek que, durante una firma de libros, dos hombres afroamericanos (término que tampoco gusta mucho a los integrantes de esta comunidad) se acercaron a pedir una firma. Los firmó al mismo tiempo, y al regresarlos, no pudo resistirse a hacer un comentario los más racista posible: “Ustedes saben cuál es para cada quien, porque como conocen, son como los chicos amarillos (asiáticos) y todos son parecidos”, a lo que uno le respondió: “tú puedes llamarme nigger”.
Evidentemente jamás apoyaría el racismo, ni mucho menos la historia de inhumanidad detrás de él; no obstante, para entender a qué se refiere Žižek, es necesario desentrañar qué significa esta “obscenidad amistosa”. Se trata de crear un contexto en donde se pueda establecer un contacto lo más real posible a través de la verdadera proximidad que nos da compartir este pequeño intercambio de obscenidades. Pensemos en nuestros mejores amigos o amigas y la forma en la que interactuamos con ellos. Las bromas que compartimos, los memes políticamente incorrectos, los comentarios fuera de lugar, los chismes de ocasión, no para propagar un discurso de odio, sino para compartir una pequeña travesura. Obvio que la amistad no depende únicamente de ello; sin embargo, debemos aceptar que este tipo de relaciones establecen puentes de confianza y confidencialidad.
Vale la pena valorar las relaciones bajo esta perspectiva, pues no con cualquiera compartimos nuestra sombra (recordando a C. G. Jung) de una forma tan abierta, abriendo un canal de comunicación cercano y único; asimismo, cabría sospechar de nuestras relaciones basadas en ese contacto frío y distante, en el “pase usted” basado en el respeto más solemne, sí, pero también vacío e indiferente.