MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
Estacioné el carro en la acera de la esquina, la costumbre me llevó a mi lugar habitual, debajo de la anacahuita. Caminé hacia el portón de tu casa y con la pequeña llave abrí el candado, arrastré la reja y entré. Bageera te esperaba en el marco de la ventana y al verme entrar lloriqueó un leve maullido mientras se deslizaba por la puerta de tu habitación. Observé su plato de comida vacía y el de agua casi seco. Dejé mi abrigo y la bufanda sobre el respaldo de una silla de la sala y la bolsa en el asiento, sus lugares justos. Abrí las ventanas para que tu casa respirara aire fresco; afuera llovía suavemente.
Recogí los platos de comida y agua del gato, y los llevé a la lavandería, al fondo de la cocina. Bageera debió escuchar el sonido de la bolsa de su alimento cuando la abrí porque enseguida trepó por el lavabo; ronroneaba al tiempo que se restregaba contra mi brazo y yo le servía su porción de croqueta y carne, y su agua. Caminamos juntos hacia su esquina, deposité sus platos y cargué el arenero para limpiarlo. Vacié los desechos en las bolsas negras de basura. Quedaban pocas. Enjuagué, sequé y rellené el arenero. Lo puse en su lugar. De mi bolsa tomé una libreta pequeña y escribí guantes y bolsas, tendría que comprar ambas cosas para la próxima vez que tocara limpiar el arenero.
Aún era temprano, no pasaba de las once de la mañana y no tenía mucho por hacer en mi casa o en la ciudad. Era una mañana de invierno. Entré a tu habitación, la cama estaba destendida. Saliste en la madrugada hacia el aeropuerto y no tuviste tiempo de arreglar las almohadas ni el edredón. En tu buró dejaste una taza de café; en el escritorio, ropa limpia. Bageera se acercó a mi pierna, maulló quedamente y se escabulló debajo de la cama. Retiré las almohadas, las sábanas y el edredón, sacudí todo y tendí tu cama.
Levanté la taza de café y la llevé a la cocina. Lavé los platos y cubiertos que dejaste en la tarja; sequé cada pieza de la vajilla como si se tratara de una extremidad de tu cuerpo. Los cubiertos tenían un borde en repujado, su relieve me recordaba al roce de las yemas de mis dedos sobre tus estrías cuando las acariciaba después del sexo; los sequé como si fueras tú después de la ducha.
Regresé a tu habitación y Bageera ya estaba acostado encima del cobertor, acurrucado contra sí mismo; le tomé una foto y te la envié, quería que supieras que estaba bien. Nos acostamos juntos en tu cama, estaba fría, a excepción del breve espacio que ocupaba el cuerpo ovillado del gato. Me acurruqué debajo de las colchas y pude escuchar tu voz apuntando lo extraño de mi comportamiento: tender la cama antes de acostarme en ella nuevamente. A ti te parece una necedad, a mí, esto, el orden, me da la sensación de que todo va bien. Cerré los ojos y dormí.
Desperté dos horas más tarde, revisé el celular. En tu respuesta me pediste que le diera cariño a Bageera de tu parte e hiciste un comentario acerca de la cama tendida. Me incorporé y volví a arreglar el cobertor. Cuando ya estaba por salir de tu habitación, vi el retrato de tu madre en el mueble de la tele. Había pasado un mes desde su muerte, el mismo tiempo en que tú y yo volvíamos a tocarnos. Era diciembre y no estarías en la ciudad; habían decidido, tú y tu familia, que las fiestas las pasarían con los parientes paternos, en otro estado, uno más cálido. Así, este mes, yo quedaba a cargo de tu casa, para eso me diste la llave; fue mi forma de habitarte.
La semana siguiente pasé primero al supermercado para comprar la comida del gato y algunos artículos que noté que hacían falta: papel higiénico, un garrafón, leche, frutas y algunas galletas que correspondían a mis antojos. Una vez en la casa, saludé a Bageera y él a mí con su llanto disfrazado de maullido; dejé las bolsas de la despensa en la barra de la cocina y coloqué mi chaqueta en su silla de siempre. Repetí mi ritual: comida y agua para Bageera, vacié y lavé el arenero, dejé al gato en su esquina y volví a la cocina. Primero vacié las bolsas y las doblé en pequeños triángulos para que ocuparan el mínimo espacio en el cajón, hice lo mismo con las que ya habías amontonado ahí. Continué ordenando las compras: primero lavé y sequé las frutas, después las guardé en el refrigerador seguidas por la leche, el jamón, el queso y otros fríos. Después tomé los artículos de limpieza e higiene personal y los coloqué en la lavandería y baño, respectivamente. Por último, abrí las puertas de la alacena para acomodar las cajas de pasta y arroz que estaban arriba del refrigerador y que sentí que estaban fuera de lugar; tomé el resto de la despensa y le asigné un espacio. Mientras movía y reordenaba la alacena (quería que todo respondiera a un orden de prioridad), encontré al fondo los platos y tazas de peltre que te regalé después de un viaje. Recordé lo mucho que dudé al elegir un regalo para ti. Si opté por esos pequeños objetos sin aparente importancia fue porque me parecieron hogareños, cálidos, y correspondían a uno de tus mayores gustos: la cocina. Paella, torrejas, pasta desde cero, disfrutabas cocinar hasta lo más simple como unos huevos fritos, te relajaba, y cuando yo dormía en tu cama te levantabas en silencio y con calma, caminabas a la cocina y la luz atravesaba el resquicio de la puerta de tu habitación: preparabas la cena, servías los platos y preparabas la mesa, regresabas a la cama, sentado en la orilla, para despertarme y cenar juntos antes de que me acompañaras al coche para volver a mi casa.
Los dejé en el fondo y cerré las puertas.
Me recargué en la barra de la cocina unos minutos, la mente en blanco, con una sensación de hormigueo ansioso en mi espalda. Percibí la cabeza negra y los ojos amarillos del gato asomarse detrás de la esquina de la cocina y dio media vuelta hacia tu habitación; entró y se escurrió debajo de la cama. Me recosté en el piso para invitarlo a salir de su escondite, pero se resistió. Al incorporarme, vi la ropa limpia que seguía sobre el escritorio, invitándome a ordenarla, pero como Bageera, me resistí. Quería extender el tiempo que le dedicaba a tus cosas.
Las últimas dos semanas seguía con mi ritual de limpiar y ordenar poco a poco las habitaciones de la casa. Aproveché el tiempo barriendo y trapeando para poder caminar descalza, aun en el frío me gusta sentir la piel desnuda contra la cerámica. Te tomé la palabra de utilizar tu casa como la mía, y llevé conmigo mi ordenador y mis libros para trabajar por las tardes en tu cuarto o en tu sala. Después de servirle la comida a Bageera, me preparaba un té, agarraba una fruta y me iba, por lo general, a tu cama. Me deslizaba debajo de las sábanas con un libro en una mano y Bageera en la otra, demandaba mucha atención y yo disfrutaba dársela. Mientras leía, por el rabillo del ojo observaba tu ropa que seguía acumulada en el rincón del escritorio. Aún no me atrevía a ordenar esa parte de tu casa. Extendidas en el respaldo de la silla, estaban tus camisas; en la mesa, tus pantalones. Llevabas un poco más del mes sin escribir, y lo único que ocupaba esa superficie era tu ropa. Me incorporé y llevé mi taza de té de vuelta a la cocina, la lavé y la guardé en su lugar, y regresé al cuarto. Tendí la cama y después recogí tu ropa. Tomé tus pantalones, las playeras y camisas, lo doblé todo. Metí cada prenda en el cajón que le correspondía en la cómoda; aquellos cajones que estaban desbordados, los arreglé. Cuando hube terminado, me senté sobre la cama con mirada perdida en las puertas del mueble. Ya no había más que ordenar, cada objeto estaba donde debía estar. Pronto acabaría el mes y estarías aquí. Mientras veía las puertas blancas del mueble, recordé la colección de monedas que me mostraste la primera vez que entré a tu habitación, yo te había contado mi hábito cleptómano de tomar monedas de la casa de mis padres y mis abuelos, tú reíste y me enseñaste el montículo de monedas doradas que tenías; dijiste que podía ver, mas no tomar. Así que abrí las puertas para visitar el tesoro y me encontré con el montículo transformado; su tamaño y valor había disminuido. Quedaban pequeñas monedas oxidadas, un grupo que apenas sumaba la mitad de mi palma. Estaban esparcidas al centro de un cinturón enrollado. Al lado, unos cables de cargadores viejos de celular y de tu vieja computadora se confundían con un cable blanco, de mayor grosor. El cable estaba conectado a un objeto puesto en medio de la cómoda, donde la luz de la habitación alcanzaba su superficie cuando las puertas se abrían. Era una plancha de cabello que no era mía. Cerré las puertas sin mover nada más. Deshice mis pasos del mes, regresé a la sala por mi chaqueta y mi bolsa que estaban en la silla, y salí. Todo estaba en su lugar, incluida yo cuando manejé mi coche lejos de la anachuita una última vez.
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