Maclovio, mi bisabuelo, solía decir que en Zacatecas sólo había dos estaciones: la del tren y la de invierno. El tren hace mucho que dejó de subir historias en los vagones, pero el canto de la máquina, los migrantes que buscan sueños y la vida aledaña a las vías continúa con el movimiento particular del crecimiento y la vida. El frío, por otro lado, ha dejado de ser constante, igual que la lluvia, no es secreto que hay sed en la tierra y que los campesinos luchan todos los días contra la sequía para que no falten los alimentos ni las esperanzas. Sin embargo, durante el Festival Internacional de Poesía Ramón López Velarde no faltó el mezcal para calentar un poco los cuerpos, durante esos días la neblina tocó con sus labios los tejados de las casas y un solitario poeta petrificado en Plaza de Armas esperaba el repique de las campanas de Catedral y a algún otro poeta solitario que se sentara a tocar el borde de su poema más famoso fijado en una placa de aluminio. Hacía frío y llovía después de todo.
El tren también sonaba lejano, pero la constancia era un beso del mar que ancla en la orilla para declarar su existencia, las historias esta vez nacieron entre los versos de los poetas que asistieron al festival, entre los oídos sedientes de poesía y el reconocimiento de una manada que aúlla arriba de un pódium, frente a los libros, los teléfonos y los reflectores, pero también en un bar de canto y baile, en las calles adoquinadas y húmedas que reflejaban las luces de Navidad, en el intercambio de amor en cada palabra dedicada en los poemarios regalados.
Cada libro es una prenda íntima perfumada, uña que desgarra el papel para entregarnos en una dedicatoria la esperanza del próximo encuentro y el agradecimiento del primero, pensaba mientras bailaban alrededor de mí los poetas, las dedicatorias y los abrazos en una coreografía de cuerpos habitados de ojos sensibles, de manos con hambre de describir el mundo y de pies con ansias de pisar arenas de otras pequeñas islas. Lo pienso mientras veo los que reposan junto a mí en este momento.
Un poema puede ser una canción, una galería un anfiteatro y cada despertar, cada lectura, cada encuentro, pueden convertirse en aves que buscan dónde hacer el nido: entre maestros, entre reclusas, en los edificios institucionales e, incluso, en los ecos del pozo que por esta fecha florecen.
¿Dónde habita el poema, entonces? Ésta es la verdadera cuestión, los poetas que compartieron sus palabras tienen muchas respuestas y estoy de acuerdo con ellas; sin embargo, fiel creyente del arte vivo, creo que está en las diosas de la vitalidad y he aquí que entre los adoquines húmedos, las bocanadas de humo y vapor a causa del frío nació también la poesía, como aquellos retoños que crecen entre las paredes de las ruinas, como la lluvia que cae a humedecer los labios secos de la tierra, con los encuentros en la celebración de la palabra, cuando los recintos se llenan de las voces y los oídos dejan de ser sordos para convertirse en lenguas que saborean las gotas que caen en cada estrofa. El poema es el tren, queridos poetas.
No olviden cuestionarse dónde encuentran la poesía, persignarse al santo patrono del terruño para que no falte el aliento creador, respirar el mundo y exhalar poesía, no olviden, queridas lectoras y lectoras, de abrir bien los ojos y los sentidos para dejar que el verso habite su piel. No lo olviden, juntos ¡incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero