Por J. Luis Carvajal
En un poema de 1919, López Velarde decretó que Zacatecas era “un cielo cruel y una tierra colorada”. Un siglo y un año después, el joven poeta Ezequiel Carlos Campos se atreve a corregirlo: en Zacatecas el cielo se ha vuelto colorado —enrojecido por la polvareda del progreso— y desde siempre su tierra ha sido cruel, preñada por riquezas subterráneas que atraen la usura foránea, que destruyen los pueblos y que emponzoñan el semidesierto. Su libro Crónica del desagüe (2020) es, antes que nada, la denuncia de una barbarie típica del capitalismo: el desalojo de una comunidad, forzada por una compañía minera decidida a explotar sus yacimientos. Sostenido por un tono trágico, casi bíblico, Ezequiel Carlos Campos se afilia a una tradición muy latinoamericana, la “poesía de denuncia” o la “poesía comprometida”, que cultivaron Pablo Neruda, Roque Dalton, Ernesto Cardenal y el mismo José de Jesús Sampedro, pero la renueva con los recursos de la nueva poesía documental, que promueve el uso de testimonios, experiencias personales y textos periodísticos.
Al contraponerse a la “poesía pura” que propusieron Vicente Huidobro, Oliverio Girondo y Octavio Paz, entre otros, Crónica del desagüe confirma que, en un contexto de opresión política o penuria económica, la poesía se incline hacia el lamento, la indignación, la denuncia, de la misma manera que en un contexto de transculturización, suele imponerse la reflexión crítica sobre el lenguaje y lo poético. Sin renunciar a la analogía, al ritmo ni a la metáfora, Crónica del desagüe expone la dolorosa impronta de la globalización, las cicatrices que el capitalismo ha abierto durante los últimos treinta años. Dosificadas con mesura, las imágenes del libro transfiguran el naturalismo documental que impone el tema social mediante algunas dosis de realismo mágico y de analogías fantásticas: “Hay un hombre al final de la calle. / El viento que lo rodea / forma un torbellino de ceniza / y lo transforma en zombie /… / Es normal que nadie compre / artesanías en un pueblo fantasma”.
En conjunto, Crónica del desagüe puede leerse como una novela, incluso de terror: un relato fragmentario, narrado a múltiples voces, que se desarrolla con ritmo sincopado (a la manera de Mario Bellatin) un argumento que rinde tributo a Lovecraft. Todo empezó cuando “Aquí cayó un gran meteorito / y nadie se dio cuenta / Parece que las máquinas / lo estudian diariamente / pues percibimos las explosiones de la tierra”. Fiel a sus influencias literarias (en especial la de Stephen King) el mal se multiplica y el agua se envenena con “la saliva del monstruo del meteorito”. Y la tragedia avanza, inminente, inexorable, aligerada por breves chispazos de humor negro: “La falta de postes de luz / evoca la oscuridad del universo / Los vecinos salen de trabajar / intentando no chocar con las paredes. / A veces se equivocan de casa / y se acuestan con otra mujer / Mientras a lo lejos, la luna brilla / por las luces prendidas toda la noche”. O los eventos portentosos, índice claro de que el final se acerca: “Desde que no hay mar / existen peces flotantes / que no se dejan pescar. / Nadan en el aire / y ascienden hasta donde los dejen los aviones”.
Más allá de la indignación que provoca la lectura, me ha quedado una zozobra al final. Escrito por un autor que practica el periodismo y el ensayo, además de leer novelas de terror, es lógico que en sus páginas se diluyan las fronteras entre los géneros. En ese sentido, Crónica del desagüe es la crónica de un desencanto político, pero también poético: la sospecha que la pura poesía no basta para cambiar el mundo y, mucho menos, la “poesía pura”. Si la poesía ha muerto, ¿qué esperanza le queda a la literatura?