
SARA ANDRADE
A nadie le importa más el estatus que a un estudiante de secundaria.
Es la edad en la que te das cuenta de que tu cuerpo es objeto de pugna y señalamientos. Es la edad en la que las niñas “se convierten en mujeres” y los niños “ya se parecen a su papá”. Dejamos el refugio informe de la niñez y comenzamos a participar en lo que, la sabia filósofa Taylor Swift llama “políticas sensuales”. Es la edad en la que te das cuenta de que hay más allá de tus padres, que los demás tienen experiencia que tú nunca tendrás y que, además, hay un grupo de personas que son populares y otro grupo de personas que son rechazados. Es casi como una ley natural, un mandato divino. A los trece años sufrirás el terror abyecto de la sociedad humana en su estado más primitivo, más cruel y despiadado.
La idea es que cuando cumples 18 años y cuando comienzas a participar activamente en la sociedad que te crío debes olvidar los juegos de patio de recreo de la secundaria, en ese atemorizante umbral entre la niñez y la madurez, cuando todavía está bien visto que pretendas que eres un pirata o una princesa, pero también está bien visto que seas independiente, que mires hacia el futuro, que tengas en cuenta ya los juegos de los adultos, como los modales, los impuestos o la democracia.
La cosa es que a esta fantasía no le llamamos “juego” porque al ser adultos, nos creemos la mentira de que sabemos lo que hacemos. Y por eso, cuando salimos al gran patio de recreo que es la sociedad organizada, somos más susceptibles a caer en la simulación de nuestra realidad. Nos creemos entonces que hay una estructura invisible en el mundo que ordena a las personas en categorías jerarquizadas. Nos creemos que el dinero es real. Nos creemos que la violencia en contra de niños, que las guerras y los genocidios, que la contaminación son un mal necesario. Nos creemos que, a pesar de nuestra patente pequeñez, somos poseedores de un poder y de una sabiduría más allá de la capacidad humana, lo que nos permite actuar con crueldad contra los demás.
A veces me parece que la vida adulta es un perpetuo ensayo de la vida de secundaria: los niños demuestran su poderío en la cancha de fútbol en competencias de brutalidad institucional; las niñas comienzan a replicar las conversaciones de su madre, sobre el respeto que merece la gente según la forma de sus cuerpos. Entre todos hay una clara tensión que no se puede disipar porque ninguno conoce las palabras para describirla y la única válvula de escape es la del tedioso y feroz bullying. El que gana es el que termina la clase sin llorar. Los demás, que lo resuelvan en terapia luego de que cumplan la mayoría de edad.
Entre los disparates vergonzosos que aquejan el ciclo electoral en la Universidad Autónoma de Zacatecas (campañas negras, acusaciones criminales, atentados contra la salud) y entre las patadas de ahogado del gobierno estatal (las mentiras, los huevazos, los espectros del segundo piso) no me queda más que confirmar mi teoría: que esos adultos tan adustos y seguros de sí mismos que ves en las noticias no son más que niñotes crecidos, asustados y rabiosos, como tu compañerito de segundo de secundaria que, asustado por reprobar una materia, mordió a la maestra en el brazo.