JUAN J. LÓPEZ MARTÍNEZ
Algunas cosas sabemos acerca de las costumbres fúnebres de los griegos antiguos. Sabemos que solían adornar sus tumbas y monumentos con cipreses, árboles desde tiempos arcaicos consagrados a los muertos. Sabemos también que no acostumbraban hacer sus cementerios al interior de las ciudades, sino que levantaban sus tumbas preferentemente junto a los caminos. Así, en el primer libro de su Descripción de Grecia, Pausanias rememora las muchas tumbas de héroes y personajes ilustres que encontró en el camino que conduce de la Academia al Dípylon, la puerta principal de Atenas (I,29). Esta conglomeración de monumentos fúnebres al exterior del Cerámico, al menos en el caso ateniense, es recordatorio de una antigua ceremonia atestiguada por fuentes diversas.
Solían los atenienses, en invierno, realizar un homenaje anual a los hombres caídos en batalla, denominado epitháphia. Según Tucídides (II,34), el ritual era más o menos el siguiente: durante tres días se instalaba una tienda en la que se exponían los huesos de los difuntos y en los que todo mundo era libre de llevar ofrendas a sus muertos. Luego un cortejo: los huesos, resguardados en féretros de ciprés, eran transportados por carros al exterior de la ciudad, al sepulcro público frente al Dípylon, justo ante el camino que lleva a la Academia. Un féretro vacío se llevaba en honor de los desaparecidos. Una vez enterrados, un ciudadano, que había sido designado anteriormente por el Consejo como orador, pronunciaba un discurso fúnebre en honor de los muertos, con lo que la ceremonia quedaba concluida.
La antigüedad de esta tradición es disputada. Tucídides se limita a decir que es “ancestral”. Plutarco y Diógenes Laercio la remiten hasta la legendaria legislatura de Solón. Dionisio de Halicarnaso y Diódoro sospechan, en cambio, que no puede ser anterior a las Guerras Médicas. Dejando de lado esta disputa, el género de los discursos fúnebres se presenta por sí mismo especialmente atractivo. De estos conservamos algunos ejemplos notables: el que pronunció Pericles en el invierno de 431-430 a.C., después del primer año de la Guerra del Peloponeso, reproducido por Tucídides (II,35-46) y que es un magistral prototipo de epitafio; uno de Hiperides y los probablemente auténticos de Lisias y Demóstenes. Se conserva también un brevísimo fragmento de la oración fúnebre de Gorgias que, antes que tratarse de un discurso auténticamente pronunciado, es un modelo escolar para los estudiantes de retórica que se ejercitaban en este género.
El discurso fúnebre (epitáphios lógos) evolucionó hasta perfeccionarse como género bien delimitado, con sus propios recursos retóricos y estilísticos. Si hemos de creer a Platón, las escuelas de retórica desarrollaron técnicas para la elaboración de estas piezas, en que se valían del simple pegado de fragmentos de discurso ya preelaborados. La estructura del epitafio es sencilla y consiste de dos partes claramente definidas: primero, un elogio de los muertos y de sus acciones valerosas; después, una exhortación a los vivos, principalmente a los familiares de los difuntos.
En este discurso el orador procedía valiéndose de una serie de lugares comunes: se ensalzaban las gestas atenienses de tiempos antiguos y recientes, especialmente las batallas de Maratón y Salamina, en que aquellos se habían distinguido luchando frente al enemigo persa; se elogiaba a los muertos y a los antepasados remotos. Invariablemente se hablaba también de la autoctonía ateniense, motivo de gran orgullo para todos los ciudadanos. Este encomio de los difuntos terminaba por convertirse en un enaltecimiento de la ciudad y los valores que representaba (en cuya defensa aquellos habían muerto). Así, el epitafio pronto derivó en un discurso político en que la loa de los muertos se pretextaba para elogiar tanto a Atenas como a sus habitantes. En Pericles vemos cómo la oración degenera rápidamente en una apología del imperio ateniense. La segunda parte, a modo de conclusión, invitaba a los familiares de los difuntos a no lamentarse en exceso sino a complacerse por la gloria que alcanzaron.
El mismo Platón ensayó un discurso fúnebre en su Menéxeno, aunque con fines bien distintos. En este diálogo Sócrates ridiculiza a los oradores y a sus técnicas de composición de discursos, y asegura al joven Menéxeno que, si se lo propone, él mismo podría elaborar un discurso de esta clase sin mucho esfuerzo y sin utilizar nada de su producción. El epitafio que a continuación Sócrates pronuncia se limita a ser una parodia de los epitafios de los oradores populares. Imitando las figuras y recursos habituales de los retóricos, lleva el estilo al extremo para poner en evidencia sus excesos. Se trata de la crítica platónica habitual: los discursos de los retóricos se valen del embellecimiento mecánico de la palabra para falsear la realidad y desestiman la verdad. Para Platón, y para el Sócrates de la Apología para el cual “no hay mayor elocuencia que hablar con la verdad”, esto resulta inaceptable.
En nuestra opinión, una innovación platónica parece reivindicar el devaluado y corrupto género de los epitafios. En la segunda parte de su discurso, inserta Platón una figura retórica sin antecedentes: el orador guarda silencio y presta su voz para que sean los mismos muertos quienes exhorten a sus familiares. Hijos y padres no escuchan ya sino las palabras directas de sus seres queridos. Esta prosopopeya de los muertos es, a nuestro parecer, un recurso exquisito: el héroe caído consuela él mismo a sus padres diciendo que de ningún modo podían aspirar a tener un hijo inmortal, pero sí uno noble y valeroso, e invita a sus hijos a emprender todas sus cosas siempre con miras a la virtud, sin la cual “todas las adquisiciones y actividades son vergonzosas y viles”. Toda ciencia, concluye la voz de los muertos, deviene en maldad y no en sabiduría si no la acompañan la justicia y demás virtudes.
He aquí la auténtica voz socrático-platónica, escondida detrás de una mordaz ironía, y la estocada final a la oratoria demagógica: el buen réthor (que en griego vale tanto para orador como para político) no aspira a agradar sino a instruir. El epitafio deviene de político en moral. Para gusto de Platón, de Sócrates y para el nuestro, ambas dimensiones deben ser inseparables.