FROYLÁN ALFARO
Vivimos en una época en la que la frontera entre lo real y lo virtual se desdibuja cada vez más. Al pasear por un lugar hermoso, ¿qué solemos hacer? Sacamos el teléfono, buscamos el ángulo perfecto y disparamos una foto que, apenas un instante después, estará circulando en redes sociales. No nos basta con estar allí; necesitamos que los demás sepan que estuvimos ahí. En este proceso, parece que el estuve ahí ha sustituido al estoy aquí, y la experiencia vivida se subordina a la experiencia compartida.
Esta transformación no es trivial. Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia, reflexiona sobre cómo la obsesión contemporánea por exponer todo nos priva de la profundidad. Según Han, vivimos en una sociedad donde todo debe ser visible, mostrado, consumido. En este contexto, la vida real se convierte en una puesta en escena para el mundo virtual. El momento presente, lleno de potencial para el asombro o la contemplación, se diluye en la prisa por capturar una imagen perfecta que luego será validada a través de likes y comentarios.
Han señala que esta tendencia hacia la transparencia total, lejos de acercarnos más a lo auténtico, nos aleja considerablemente. La sobreexposición elimina el misterio, el silencio y, en última instancia, lo real. En palabras de Martin Heidegger, podría decirse que hemos caído en el “olvido del ser”. Para Heidegger, lo más valioso de la existencia no está en lo que podemos captar con la mirada superficial, sino en lo que requiere nuestra presencia plena y contemplativa. Sin embargo, cuando enfocamos más la cámara que nuestra propia atención, nos alejamos de esa experiencia profunda del ser.
Este fenómeno no es completamente nuevo. Guy Debord ya advertía en La sociedad del espectáculo que la modernidad transforma todo en representación. Según Debord, el espectáculo no es solo una colección de imágenes, sino una forma de organización social en la que la vida real se sustituye por su representación. Cuando subimos una foto a Instagram desde un mirador o durante un concierto, participamos de este espectáculo. La experiencia no importa tanto por lo que significa para nosotros, sino por cómo será percibida por los demás. Nos convertimos en espectadores de nuestra propia vida.
Pero, querido lector, ¿qué implica esta virtualización de la existencia? Al reducir nuestra experiencia a imágenes, fragmentos y estadísticas de interacción, podríamos estar perdiendo algo esencial. Jean-Paul Sartre, en su exploración de la autenticidad, sostenía que el ser humano se enfrenta constantemente a la tentación de vivir de manera inauténtica, es decir, de conformarse con cumplir expectativas externas en lugar de habitar plenamente su libertad y su ser. En esta vida “espectacular”, el yo auténtico se diluye en la mirada del otro.
La pregunta es si todavía somos capaces de simplemente estar. ¿Podemos caminar por una playa sin sentir la necesidad de tomar una foto? ¿Podemos disfrutar una comida sin documentarla? ¿Podemos contemplar un atardecer sin compartirlo? En ese acto de no compartir, hay algo profundamente revolucionario: la reivindicación de lo íntimo, de lo irrepetible, de lo que no necesita ser validado por otros para tener valor.
Sin embargo, no todo está perdido. Podemos imaginar una reconciliación entre lo virtual y lo real, entre la visibilidad y el ser. No se trata de demonizar la tecnología ni las redes sociales, sino de preguntarnos qué lugar les damos en nuestra vida. ¿Son herramientas para enriquecer nuestra experiencia o muletas que sustituyen la vivencia auténtica?
Tal vez, querido lector, sea momento de desafiar el imperativo de capturarlo todo y recordar que la vida más valiosa no siempre puede ser fotografiada ni compartida. A veces, lo más real es aquello que simplemente se queda en el instante fugaz que solo nuestros sentidos pudieron atestiguar. ¿Qué opinas? ¿Crees que será posible recuperar la presencia en un mundo tan inclinado hacia la representación?