
Por Sara Andrade
Cuando era más niña no entendía por qué en las elecciones infantiles me repetían todo el tiempo que, con mis garantías individuales, poseía yo también responsabilidades cívicas. Me parecía una tomadura de pelo. ¿Por existir tengo que ser buena persona y evitar a toda costa ir a la cárcel? Recuerdo muy bien haber asistido a mis elecciones, que se llevaron a cabo en el Jardín Independencia, y haber votado, con absoluta seguridad, la abolición total de la tarea y el quehacer de la casa. Incluso ahora, a mis 30 años, me parece que le haría segunda a esa Sara de 6 años, anarquista de nacimiento, porque sigo sin entender la importancia cívica y social de tender mi cama. (Mamá, si estás leyendo esto: no te creas).
Pero ahora con 30 años veo que, en todos lados y no sólo en la casilla electoral, tenemos responsabilidades básicas, que existen por la pura virtud de que somos humanos que vivimos en Una Sociedad™. Como, por ejemplo y no por pecar de católica apostólica, la de no hacernos daño.
Resulta más fácil decirlo que imaginar esta responsabilidad haciéndose efectiva entre todos nosotros, porque el daño que nos podemos hacer viene en muchos paquetes. Quizá no todos llegamos al extremo del violentómetro, al asesinato del otro, pero todos hacemos o hemos hecho daño de una u otra manera. Un chisme mal intencionado, un golpe mientras caminábamos de prisa en la calle, cuando alguien nos contó un chiste tonto y nosotros, hartos de la vida y sus payasos, le dijimos que era un imbécil.
Son heridas que nos hacemos simplemente porque estamos tan cerca el uno del otro. Compartimos espacio, compartimos tiempo y lenguaje, y es inevitable que en la cercanía existan roces que nos dañen la piel o el espíritu, por lo que, como habitantes de este planetita azul en medio de la oscuridad, entiendo que tengamos la responsabilidad también de sanarnos entre todos.
Entre todo el discurso de palabras de terapia usadas en la vida diaria (que si las red flags, que si eres tóxico o no, que si haces luz de gas o que si fantasmeas) he escuchado mucho sobre cómo tomar distancia y “cortar de tajo” aquello que te hace daño. Sin embargo, no nos ponemos a pensar que en el mismo verbo usamos una palabra violenta. Cortar, rebanar, separar. Y pienso que nos haría mucho bien, como ciudadanos del mundo, pensar también en lo contrario: subsanar, unir, enlazar. Mano a mano, no con la intención de ganar puntos en el Escalómetro Social de la Buena Ondez, sino porque así como tenemos derecho a alejarnos del compañero de trabajo y sus chistes de La Cotorrisa, también tenemos la responsabilidad afectiva de sonreír e ignorar; de elegir el no hacer daño, de levantarte y no escoger el camino de la violencia.
Es fácil, quiero decir, escoger la violencia. Pero así como es fácil de disfrutar de nuestros derechos (en la planilla de la Consulta Infantil de 1997 uno de los derechos era el “de comer bien” y mostraba un niño comiéndose una enorme rebanada de sandía) puede ser fácil el ser responsable.