Óscar Édgar López
Los veo en las aulas, hastiados de padecer una instrucción que les resulta por completo indiferente, una “enseñanza” charlatana sustentada en la simulación y la mentira, ellos lo saben, ahora están enterados y miran a los profesores con fastidio y pereza, escapan por el bluetooth, se transforman en capos de butaca por la pazguata voz de su ídolo, ya no cortejan, van erectos y lubricas al coito más primitivo, intentan escapar a las clasificaciones clasificándose, habitan el vacío con desenfado y otros con lúgubre tristeza.
Los adolescentes de ahora son los mismos de siempre, pero éstos quizá sean las últimas hordas de seres humanos, ellos conocen esta realidad y ante ella: disfrutan sin medida, pues como rezaba la máxima punk: “si no hay futuro, no hay temor”. Por eso la ideología se trastocó en vida privada y la vida privada en bandera de la autenticidad, una diferencia bien diluida del uno que es ninguno, el ser una negación constante y el tolerar los embates de la violencia, la avaricia desmedida, la frivolidad reinante.
Ya no podemos seguir engañándolos, ¿cómo les exigimos bondad y profundidad si a su paso la vida se les presenta cruel, absurda y miserable?, viven la escasez de los recursos, la proliferación de venenos “zombizantes”, la precarización del trabajo, la ausencia de un “sentido metafísico”; es posible que los heraldos del escepticismo nunca pensaron en que al despojar a los seres humanos de la metafísica éstos perderían todo peso y al ser más livianos que una pluma se perderían irremisiblemente en la estupidez y en su propia voracidad autodestructiva.
No podemos entonces más que tener empatía, comprender que si para los adultos la existencia se volcó en piltrafa para los más jóvenes esta piltrafa es su comida y bebida diaria, ¿con qué autoridad les negamos el vicio y el deleite extremos, bajo qué moral los convencemos de que el mundo “puede mejorar”?, dadas las circunstancias lo mejor es aceptar que se hagan ilusiones, que habiten sus sueños en la medida de lo posible, pues la vorágine de la realidad más pronto que tarde les hará comprender que la vida de los seres humanos es pura pedorrera y sumisión: al trabajo, a los apetitos, al hambre, al tiempo, a las emociones, al maldito dinero.
La artista Alejandra Cortés plasmó en esta xilografía esa angustia, esa desazón adolescente, la chica mira al mundo con una lacerante melancolía, el gesto de recogimiento y de efímera paz que encuentra en el rincón de la lavandería, mientras los robots se ganan la vida y ella, una humana más, la padece. Avasallada por la realidad cotidiana, lavar la ropa la salva momentáneamente del vértigo, porque el traje social queda momentáneamente suspendido.
El grabado de Cortés está planteado en una composición descentrada a la derecha, el muro de lavadoras produce una sensación de infinito, con una estética que recuerda tanto a los dibujos kawaii como a algunas obras del alemán Ludwig Kirchner, cierto aire de doliente fragilidad y ternura que se pueden apreciar en estos posibles referentes. El gesto de la joven es de un poder tremendo y la textura que le dan a la impresión las vetas de la madera la convierten en ejemplo de una xilografía autentica: madera grabada.
Hacerse viejo no depende de los años que uno arrastre, en efecto la edad es un estado psíquico, pero además depende de la aceptación o no de una apabullante verdad: la enorme inutilidad de la vida humana, su falta de rumbo, sus absurdas metas, ahí debe uno parar el motor y entonces decidir si montar el arcoíris o el salvaje potro negro de la pesadumbre.