J. LUIS CARVAJAL
Es un hecho que en las dos últimas décadas del siglo XX surgieron los primeros esfuerzos editoriales para promover la obra escrita en la provincia mexicana. La Universidad Autónoma de Zacatecas participó en ese proceso descentralizador al auspiciar dos colecciones paralelas: una coordinada por José de Jesús Sampedro (en coedición con la editorial Premiá), y la otra por David Ojeda (en coedición con Joan Boldó i Climent). En esta última colección apareció un poemario que destaca como pionero de la poesía escrita por mujeres en Zacatecas, pero también por su portentosa expresividad. Se trata de Los jardines de Occidente (Zacatecas 1992), escrito por la fresnillense Guadalupe Dávalos, una autora formada en las aulas y los talleres universitarios, que después ha destacado como gestora cultural sin abandonar la poesía.
Los jardines de Occidente es un libro admirable desde su epígrafe, que cita al escritor Cyril Connolly: “Es hora de cerrar en los jardines de Occidente y desde hoy un artista será juzgado sólo por la resonancia de su soledad o por la fuerza de su desesperación”. Un augurio que la poeta convierte en manifiesto: en estos tiempos, sólo le resta al poeta refugiarse en su desamparo como en la barca que lo salvará de la Historia y su naufragio. Por un lado, Dávalos manifiesta la resonancia de su soledad mediante un perpetuo deseo, una apetencia carnal que asombra por su sinceridad y su desenfado: “que lloren mi vida los amados / y vuelva el poeta a lubricar mi vulva / ¡Oh, Cachondísima musa! / destíñeme invádeme de ti / no me abandones”, mientras que se desesperación se traduce en una lúcida ironía ante la gente y el mundo que la rodea: “Este era un pueblo / de curas reaccionarios y apóstatas / donde vendedores ambulantes no tenían cabida / las majas pintaban crucigramas fálicos / llegaban a jefes de gobierno / otros a confidentes de la iglesia”.
Otro dualismo, nada funesto, da vida a sus versos, que oscilan entre la experiencia del lenguaje y el lenguaje de la experiencia. Por un lado, es notoria una relación lúdica con la palabra, con su sonido y su visualidad gráfica, al estilo de Oliverio Girondo y su Masmédula: “Alevoso adúltero arborescente / astro-labio / para los anclados / cuerpos / avispazo sangre miel / Escabernario amor estupefaciente”. Por el otro, es nítida la obsesión de apalabrar la experiencia, la contemplación, la cotidianeidad mundana: “Canta campana / su acento de badajo / el sol mojado / en pautas de aguacero / canta la tarde / que se nos va lloviendo”. Otra tensión se advierte entre su amor por la poesía de López Velarde y el anhelo postlopezvelardeano de construir una estética radicalmente femenina: “Hermana, hazme reír / Ramoncito perdona a esta plagiaria / que viajó la tarde / a barrios de tu infancia / para llenar los baldíos charcos de aguardentoso llanto”.
En Los jardines de Occidente, el erotismo cohabita con la erudición y la tradición se codea con las vanguardias. El pintor Cézanne es vecino de Terpsícore la musa y el sexo de Aristófanes, mientras Santa Clara bebe rompope con San Francisco y Pablo Neruda escucha a Mussorgsky acompañado por Marilyn Monroe y Bocaccio. Eufónico y atemporal, asimétrico y eurítmico, Los jardines de Occidente es un poemario que, a treinta años de su publicación, mantiene intacta su juventud y su malicia. La joven malicia de una poeta que aún espera que su amante ausente toque la puerta, “escoja el sitio del suicidio / y mañana publiquen en los diarios / que amanecimos / muertos de placer”.