SARA ANDRADE
Ahora que la cultura está de bajada hacia el fascismo, muchas de sus estéticas comienzan a caer, como lluvia ácida, en los estratos de la clase baja. No me engaño a mí misma y espero que ustedes tampoco lo hagan. No existe más esa “clase media-baja” que pronunciábamos de niños como para hacernos sentir bien entre nosotros en la cruel economía del patio de recreo. Deshagámonos de las fantasías de Disney del ascenso social: si me están leyendo lo más probable es que, como yo, son parte de la clase baja de México, y si me estás leyendo sabes y presientes que hay una especie de desequilibrio entre nuestro ingreso monetario y nuestro conocimiento del mundo.
Es cuestión de abrir una aplicación para ver y leer lo que el 1% está haciendo y pensando. La mayoría de esa minoría, por ejemplo, ha encontrado un nicho que me parece precariamente sostenido en el que presumen las riquezas que poseen. Los viajes, la ropa, las propiedades, las comodidades. La belleza, sobre todo. Lo que consideran ellos que es bello y lo que, por lo tanto, el resto de nosotros, al fondo del estrato, debemos aspirar a poseer a pesar de su imposibilidad. Positano no es Acapulco en la azotea, aunque todos tengamos acceso a Instagram. La Pomada de la Campana no es la misma a la Crème de la Mer, aunque todos sigamos el mismo tutorial de TikTok.
Hacemos una pantomima de la experiencia de ser ricos y hermosos. Hacemos los mismos actos, frente a nuestro tocador, como niñas copiando la rutina de belleza de mamá. Bailamos solos, con fantasmas entre nuestras manos, pretendiendo que no estamos solos con nuestras ansiedades, tal vez nuestro único patrimonio. Creamos una cultura alrededor del “duplicado”, del dupe. Vestimos de marca (producida por Temu), comemos platillos exóticos (sushi estilo Culiacán) y nos rociamos con los elíxires de la belleza (perfumes de Fraiche, serums de Saniyé).
Cuando veo la nueva cara de Lindsay Lohan o de Cristina Aguilera me preguntó cuál será la Sustancia que caerá de la magnánima mano de los poderosos para hacernos creer que tenemos acceso a lo mismo. Semaglutida o glicerina inyectada en salones de belleza sin certificaciones o puertas, tal vez. Quizá la verdadera sustancia sea esa creencia misma. La farsa en la que caemos, el acuerdo silencioso entre ellos y nosotros: que podremos soportar la inequidad mientras podamos pretender que tener un celular inteligente y acceso al perfil de Elon Musk para decirle que es un imbécil, o que creer que ver un tour en 4K, 3D, con sonido binaural, del Petit Trianon en Versalles es lo mismo que habitarlo.
Ese desequilibrio entre nuestra realidad material y la ensoñación de nuestra vida digital no está costando la libertad y la justicia. Lo vemos en tiempo real: el genocidio del pueblo palestino las 24 horas del día y la promesa de que si compras, en serio, por favor, este aceite milagroso, esta pastilla mágica, esta cosa cososa, vas a poder ser delgado y hermoso y rico y las tonterías de los pobres, como el hambre y la guerra y la enfermedad, no te van a volver a tocar. Y cierras los ojos (los cerramos) y esperas a que salga ese otro duplicado de tu espina dorsal y viva la vida que debería corresponderte, pero que solo existe fuera de ti, más allá de las nubes.