
¡Dedicada a la P. Ramírez!
ENRIQUE GARRIDO
Hace poco fue viernes 13, un día con mala fama, temo que, confirmada por mi reciente experiencia, gracias a un fenómeno conocido como la triscaidecafobia, o el miedo irracional a ese número. Más que superstición, es un yacimiento emocional donde habita el temor ancestral al desorden, al desvío de la simetría divina del doce (los meses o los apóstoles). Es un síntoma de lo que no cuadra, de lo que se sale del marco, lo que no encaja, incomoda y molesta. Para un sistema, lo imperfecto afea, desluce. Pensemos en los anormales descritos por Foucault, aquellos que no encajaban en la norma(lidad) y debían ser aislados.
Partir el pan es un gesto de amor y vulnerabilidad, pero también de despedida. En la última cena, trece no fue sólo un número, sino una señal de que hasta la armonía más íntima puede esconder una grieta. La mesa que une también puede marcar el inicio del distanciamiento. El pan compartido entre amigos no sólo alimenta el cuerpo, sino se vuelve testigo cuando uno de ellos ya no está. El pan no traiciona, pero está ahí cuando ocurre la traición.
El pan, cuando se parte, no sólo alimenta: también une, recuerda, bendice. Desde hace siglos, su gesto carga con la memoria de una cena donde la amistad se mezcló con la sospecha. Pero hay amistades de a deveras, de esas en las que uno confía. En “Salvo el Crepúsculo” Julio Cortázar decía que los amigos son “livianamente hermanos del destino, dióscuros, sombras pálidas, me espantan las moscas de los hábitos, me aguantan que siga a flote en tanto remolino.”, porque hay amistades que trascienden el tiempo y no necesitan estar, son.
Y es que ya no podemos seguir pensando a la amistad en función del tiempo reunidos, pues nos lo están robando poco a poco. Henri Bergson en “Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia” (1889) decía que confundimos el tiempo real con el del reloj. Pensamos que vivir es pasar de una hora a otra, cumplir horarios, tachar cosas en la agenda. Pero el tiempo que de verdad importa, el que se siente desde adentro, no se mide en minutos, se vive. Corremos todo el día tratando de “optimizar” el tiempo, como si vivir fuera una tarea pendiente.
Para Karl Marx en el trabajo asalariado vendemos nuestro tiempo. El capital no sólo nos quita fuerza física o mental, también se apropia de nuestras horas, nuestras energías, nuestras vidas. Y así, el tiempo libre se reduce a breves pausas entre jornadas agotadoras, muchas veces usadas sólo para recuperar fuerzas y volver a empezar.
La palabra yacimiento proviene del verbo «yacer», que significa «estar echado o tendido», por otro lado, en términos geológicos, un yacimiento es una acumulación natural de materiales valiosos. Si nos pensamos con carácter telúrico, debemos recuperar esos yacimientos que nos quitan con tanta alineación del tiempo laboral: recuerdos que yacen, secretos ocultos bajo capas de silencio, cosas que no decimos, pero que están ahí, como ruinas esperando ser excavadas. La memoria no siempre está en la superficie: a veces hay que escarbar con cuidado para encontrar lo que nos hace humanos.
Algunas despedidas no se gritan, se entienden con un gesto, con una ausencia suave. Hay quienes se van con luz, sin ruido. Pero su lugar queda ahí, como un hueco que no se llena. Como un pan partido que sigue sobre la mesa. Fue un pésimo viernes 13, no cabe duda. Al menos para uno de nosotros, el sábado 14 ya no será un problema.