Óscar Édgar López
El místico es un suicida timorato, pretende conocer lo inefable de la muerte y lo incognoscible de la vida sin anular lo que en principio “es”, su cuerpo. Pareciera vanidad el deseo de alcanzar el éxtasis sacrificando la carne, pero no del todo. Al leer acerca de algunas prácticas de los yoguis de la India no puedo dejar de notar cierto regodeo del “purusha” que aún hundido en la negación prevalece en su ego y quiere ser iluminado, esto es una consciencia que a fuerza de negar su materialidad quiere “sentir”; la contradicción es absurda, en términos fríos se trata de matar el cuerpo, pero no suprimirlo, pues de lo contrario no habría consciencia de la iluminación, no habría ente sensible en lo inmarcesible. El yogui puede pasar quince años sobre un solo pie o alimentarse únicamente de putrefacción o postrado en la asana del feto, será un bulto que medita, una consciencia muy elevada, pero en la cárcel de un cuerpo que por más vejaciones no puede ser eliminado, pues, de nuevo: si suprimes el cuerpo suprimes al sujeto. Pero se trata precisamente de eso, me dirán: de que la individualidad se disuelva en la inmaterialidad de la existencia no particular, quizá, pero mi mente de obtuso occidental sigue pensando que, si hay un cuerpo gobernado por una voluntad o, peor aún, por una determinación de la consciencia, sobrevive ahí la vanidad. Con la excepción de los monjes bonzo y algunos otros que si eliminan el cuerpo.
De cualquier manera, en toda cultura prevalece la figura del santón, del místico, ese que desea permanecer en la existencia como un despojo, una cáscara que su espíritu utilizó como trampolín entre lo universal y lo particular, entre lo eterno y lo finito, entre lo etéreo y la carnalidad. Yoguis, sufíes, derviches, mártires, santos, estilitas, ascetas y un largo etcétera de personas que en un momento determinado o por circunstancias inexplicables deciden dedicar su breve tránsito por la vida a buscar la verdad inenarrable de la existencia, ese nivel del ser del que Parménides nos advirtió: es imposible argüir, pues el sólo intento de fijarlo en la palabra es ya una empresa fallida, la palabra es concreto, es cárcel.
No hace falta colgarse de los testículos por diez años, ni dejar de alimentarse otros veinte, ni siquiera ser rezandero ni beato, el éxtasis místico de los hombres y mujeres de a pie es el orgasmo, llegar a él puede ser más simple que todas las cuitas de los consagrados, hay que tener disciplina y hacer la tarea, no confiar en el porno y disponer de tiempo y de muchas ganas, sobretodo para conseguir otorgarlo a la pareja y aunque complejo y no recurrente es la venida la auténtica ida al sublime páramo de las almas liberadas. Así lo sabían muy bien Santa Teresa de Jesús y Juana de Azbaje.
Martín es un artista del dibujo, practica su arte sobre superficies tan diversas que van de la piel humana, con el tatuaje, al papel y a la madera comprimida; regularmente disfruta de representar el terror y la parte oscura y agresiva de la vida. La pieza de su autoría que hoy abordamos se trata de un pequeño óleo en donde logra sincretizar esta visión decadente, horrorosa y sanguinolenta con el tratamiento plástico más delicado y minucioso, propio de autores barrocos, su aplicación de la materia muestra dominio de las barnicetas, el sfumatto consigue impactar al espectador, pero lo que más sacude las entrañas es el gesto orgásmico y místico de la figura representada, para tal efecto se agrega una mancha de sangre y un orificio en el cuello, lo que nos hace pensar que a esta virgen la ha visitado un vampiro y le ha dejado un ardiente y pecaminoso deseo ígneo en el sexo.