
FROYLÁN ALFARO
Querido lector, ¿alguna vez te has preguntado qué es esa cosa llamada ciencia? Sobre todo, ahora que se utiliza la palabra “ciencia” hasta para vender pasta de dientes, bajo el eslogan: comprobado científicamente. En este sentido, no está de más un breve repaso sobre qué se ha reflexionado en la filosofía sobre ello, y es que los filósofos meten sus narices hasta donde no deben.
Comencemos con la idea (debatible si quieren) de que las teorías científicas son meros intentos de aproximarse a la realidad, pero ¿qué significa eso realmente? Imaginemos, querido lector, que la ciencia es como un pintor que intenta capturar el paisaje en un lienzo. El pintor, a pesar de su habilidad, jamás podrá reproducir en su obra la totalidad del mundo que contempla: habrá sombras, luces y texturas que se le escapen, que se diluyan o se transformen con cada pincelada. Igualmente, nuestras teorías científicas, aunque poderosas y precisas en muchos sentidos, no pueden considerarse un espejo fiel de la compleja realidad.
Esta idea ha sido defendida y analizada por numerosos filósofos. Por ejemplo, Thomas Kuhn, en su libro La estructura de las revoluciones científicas, argumentaba que el avance del conocimiento no es lineal ni acumulativo, sino que ocurre a través de cambios de paradigma. Los paradigmas, entendidos como marcos conceptuales que organizan nuestras investigaciones y explican los fenómenos observados, son en esencia construcciones humanas. No nos permiten ver el mundo tal cual es, sino que filtran la realidad a través de nuestras propias limitaciones culturales, históricas y cognitivas. Así, lo que hoy consideramos una verdad científica podría mañana ser reemplazado por otro marco que, aunque distinto, se ajuste mejor a un nuevo conjunto de observaciones y problemas.
Karl Popper, por otro lado, defendió la idea de que nuestras teorías son, por naturaleza, susceptibles de ser falsas. Según Popper, la ciencia progresa mediante la formulación de afirmaciones que se ponen a prueba de manera rigurosa. Este proceso nos permite descartar teorías que no se ajustan a la realidad observable, pero jamás nos garantiza que la teoría restante sea una réplica exacta del mundo. Es como si cada teoría fuese un mapa: útil para orientarnos y explorar un territorio, pero siempre incompleto y susceptible de contener errores. Así, la ciencia nos ofrece una visión cada vez más refinada de la naturaleza, pero nunca la realidad en su totalidad.
Podemos relacionar esta idea con la aplicación de mapas de navegación en tu celular. Un mapa digital es, sin duda, una herramienta extraordinaria para desplazarse por la ciudad: muestra calles, avenidas y puntos de interés. Sin embargo, nunca puede captar todos los detalles de la realidad. No refleja el tráfico en tiempo real, las variaciones en el clima o incluso los cambios sutiles en el entorno. Del mismo modo, nuestras teorías científicas son representaciones que nos permiten predecir y entender fenómenos, pero siempre dejan de lado aspectos que escapan a su estructura conceptual.
Otro pensador del siglo pasado, Imre Lakatos, aportó una visión complementaria al sugerir que la ciencia avanza a través de programas de investigación que son, en parte, protegidos por un cinturón de teorías auxiliares. Cuando los datos experimentales amenazan la solidez de una teoría central, no es la teoría en sí misma la que se desecha de inmediato, sino que se modifican o se ajustan las afirmaciones menos potentes para mantener la coherencia de la teoría. Esta estrategia muestra que la estructura de nuestras explicaciones científicas es más flexible y provisional de lo que quisiéramos admitir; siempre estamos, en cierto sentido, tapando las grietas de un jarrón que nunca podrá ser completamente sólido.
Pero ¿por qué nos conformamos con esta visión fragmentaria y limitada de la realidad? La respuesta radica, quizá, en la propia naturaleza humana. Somos seres que buscan orden y sentido en un mundo caótico. Las teorías científicas, son instrumentos prácticos, como las recetas de cocina que, a pesar de no revelar todos los secretos de los ingredientes, nos permiten preparar un delicioso platillo. De la misma manera, nuestras teorías son recetas para comprender y manipular la realidad, sin pretender capturarla completamente.
Reconocer este límite es humildad. Nos permite aceptar que, por muy avanzado que sea nuestro conocimiento, siempre habrá aspectos de la realidad que se nos escapen o que simplemente no comprendamos. Esta actitud es una invitación a mantener una mente abierta y a estar dispuestos a revisar nuestros conceptos a la luz de nuevas evidencias y perspectivas.
La ciencia, entonces, se convierte en una aventura interminable, en la que cada descubrimiento es un paso más hacia una comprensión más profunda, aunque nunca definitiva, de la realidad. Estas ideas no son ajenas a nuestro vivir cotidiano. Por ejemplo, considera cómo percibimos la calidad de un producto en una tienda. Muchas veces confiamos en reseñas o en la reputación de la marca, sin tener acceso directo a todas las características internas del producto. Nuestra creencia en su calidad se basa en una teoría, aunque sea informal, que se ha construido a partir de experiencias previas, testimonios y cierta publicidad. Esa teoría, por muy sólida que parezca, es sólo una aproximación a la compleja realidad del producto, y puede variar con el tiempo o en contextos diferentes.
Es decir, aceptar que nuestras teorías científicas no son un espejo perfecto del mundo es reconocer que el conocimiento es un proceso dinámico, siempre en construcción, y que, por muy refinado que sea, siempre contendrá carencias. Esta perspectiva no menosprecia el logro científico, pero sí nos recuerda que la búsqueda de la verdad es un viaje sin fin, pero no por ello inútil. Y son esas carencias de la realidad las que nos impulsan a seguir buscando y, sobre todo, a maravillarnos ante el misterio de lo que aún no conocemos.