Sara Andrade
En Pétronille, Amélie Nothomb cuenta que ella, para escribir, se tiene que vestir de kamikaze. La novela (que juega con los límites de la autobiografía y de la ficción chusca) trata sobre cómo conoce a una chica, Pétronille Fanto, en una firma de libros y se hacen amigas gracias a su afición por la champaña. A lo largo de su improbable amistad, Amélie descubre que Pétronille también escribe y que es como ella, pero diferente. Un contrincante de copas y de palabras, con la que se enfrenta para crear.
La diferencia radica, sobre todo, en el ritual burgués de Amélie. Dice que tiene un traje de escritura, “una pijama japonesa antinuclear”, que se tiene qué colocar encima de su ropa normal. Su outfit es color “caqui”, describe, como el de los persimones, y se lo pone durante las noches en las que escribe. También cuenta que le avergüenza que la vean con su traje de escribir. “¿No te ha traumatizado?”, le preguntó a Pétronille, la protagonista de su historia, a la que ha pasado toda la noche creando en la computadora. Pétronille, por su parte, le hizo la pregunta del millón: “¿Da buenos resultados?”.
Una de las primeras cosas que hace un escritor es mirar al resto de sus compañeros escritores. ¿Cómo le hacen los demás para vencer la página en blanco? ¿Cómo mueven los dedos sobre el teclado, qué escriben en sus pequeños post-its radioactivos? La escritura, después de todo, es un oficio que se aprende haciendo y para hacer, primero hay que ver.
Quizá es por eso que siempre ha causado intriga la rutina de los escritores famosos, que siempre son tan ridículas como personales. Como Balzac que no tenía otra actividad en su día sino la de escribir durante 16 horas o como Víctor Hugo, que hacía de todo menos escribir, actividad a la que le dedicaba un par de horas.
Existe alrededor del oficio de escribir todo un ritual a la corporalidad del acto y una fascinación por esa corporalidad. Pienso en esta imagen estereotípica del escritor recluso, que tiene que encerrarse meses en una cabaña en medio de la nada para que la musa lo encuentre un recipiente merecedor. Pienso también en la idea del escritor bohemio, que fuma y bebe y que escribe poemas en el bar más ruidoso y detestable, como imbuido en una tarea más noble que la de emborracharse.
Yo siempre he sentido que, para mí, escribir siempre es suicida. Quizá por eso siempre pienso en el traje de kamikaze de Nothomb: se siente como lanzarse al vacío, hacia el buque del enemigo, que es la página en blanco, la idea que se muere de ganas en ser palabra y oración y párrafo. Es un intercambio violento: mi vida, la salud de mi cuerpo, por la vida y la salud del texto. Dar y recibir. Ying y yang. Muy sintoísta-sin-querer el asunto, supongo.
Al final y al cabo, para ser escritor hay que escribir, independientemente del disfraz, del pacto suicida y de las yemas gastadas en el teclado.