ENRIQUE GARRIDO
Hay sucesos que marcan la vida, que dividen el tiempo en un antes y después, que abren brechas en la piel o el alma, que lastiman. A veces esas cicatrices nos avergüenzan, las queremos ocultar, las negamos porque muestran nuestra fragilidad, nuestras debilidades y fallas, nuestros errores. ¿Existe otra manera de llevar los traumas?
Todo cambiaría la mañana del lunes 6 de agosto de 1945 para la ciudad de Hiroshima y para el mundo entero. Desde un Boeing B-29 Superfortress estadounidense llamado Enola Gay, a las ocho y cuarto de la mañana, Little Boy, una bomba con uranio-235, terminó con la vida de 140 mil personas, de las que sólo quedaron algunas sombras grabadas en el pavimento. La humanidad conocería un nuevo grado de autodestrucción.
Las icónicas sombras, producto de las bombas atómicas, no obedecen a una especie de vaporización de las personas, como se ha pensado, sino a un exceso de luz. De acuerdo con el doctor Michael Hartshorne, fideicomisario emérito del Museo Nacional de Ciencia e Historia Nuclear, para Live Science, la intensa luz y el calor de la bomba crearon un escenario donde personas y objetos actuaron como escudos, pues en realidad hubo un fenómeno de blanqueamiento de superficies aledañas, dejando en contraste las «sombras» que conocemos hoy.
¿Cómo lidiar con un evento así?, ¿se puede seguir como sociedad después de una tragedia sin precedente?,¿podríamos repararnos como humanidad?
A finales del siglo XV, el shōgun (comandante) Ashikaga Yoshimasa mandó reparar dos de sus tazones favoritos a China, pero el resultado no le gustó, así que buscó a unos artesanos japoneses, dando paso a l arte de kintsugi.
Traducida al español como “carpintería de oro”, se trata de una técnica que consiste en arreglar fracturas de cerámica con barniz de resina mezclado con polvo de oro, plata o platino. ¿Cuál es el resultado? La pieza conserva su forma, su esencia, aunque su apariencia cambia y adquiere una belleza particular, además de volver a ser útil.
La filosofía detrás del kintsugi radica en que este tipo de arte no trata de arreglar los defectos, ni perfeccionarlos, tampoco ocultarlos, sólo unir los pedazos en algo completo, reconstruir su forma. De cierta manera celebra la dialéctica de la totalidad y la fragmentación, lo fracturado y lo completo, siempre bajo la premisa de que aquello que se ha roto siempre puede ser más fuerte.
Después de las bombas (incluyendo la de Nagazaki), toda la sociedad japonesa se sacudió el estigma y reconstruyó desde la devastación. Hoy son una potencia mundial; sin embargo, todavía queda algo de esa “tierra azul con radiaciones” como la llamó la poeta sobreviviente Terai Sumie. Y es que no hubo vaporizaciones de las víctimas, no desaparecieron por completo, sino, como señala la doctora Minako Otani para el medio japonés Peace Seeds: aún con el calor extremo, es posible que restos humanos, aunque severamente dañados, hayan perdurado; es decir que parte de la esencia física de las víctimas aún permaneció. Una ciudad se levantó aún con los restos entre las ruinas.
Al final no se trata de fingir que las tragedias, errores o fallas no sucedieron, porque nuestras cicatrices cuentan gran parte de nuestra historia, cada experiencia deja una marca en nosotros. Todos estamos rotos de una u otra manera, no obstante, lo importante radica en cómo nos reconstruimos, en cómo aceptamos unir esos pedazos que éramos y aprender de ellos, porque lo roto puede volver más fuerte.