Ezequiel Carlos Campos
I
Meses después del premio Nobel a Svetlana Alexiévich (2015), descubrí que el periodismo superaba cualquier género literario que intentara semejar la realidad. Como es en las librerías después de otorgarse este galardón, sus estantes principales se llenaron con las ediciones de Debate. Todo el mundo hablaba de ella, de su oficio: la primera periodista en la cima de la literatura.
Un maestro de mi licenciatura nos mostró su genio cuando nos entregó para lectura en clase el primer testimonio de Voces de Chernóbil. Leímos lentamente, escuchando como si la narración fuera una cinta de casete como las que usó la autora al momento de entrevistar a sus, en otrora, compatriotas soviéticos. La historia de Liudmila Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko: el amor derrumbado porque su esposo debía ayudar a las víctimas de la central eléctrica; de cómo la mujer intenta visitar a su marido al hospital y le niegan el acceso; su lucha por verlo, sentirlo, el miedo a enfermarse. Su marido muere; ella estaba embarazada, pero su hija tuvo el mismo destino que Vasili, estaba infectada. Mientras la lectura llegaba al final veía a mis compañeros de clase, percibiendo ojos llorosos y estupefacción. Quizá mi semblante era similar. “Jamás había leído algo tan doloroso e impactante”, me dije. Fue la primera vez que leía a Svetlana Alexiévich.
II
Las anécdotas que no se cuentan quedan en el olvido. Leemos en los libros de historia una historia oficial, tergiversada por las autoridades de una nación como la extinta Unión Soviética. Una joven reportera estaba harta de descubrir esta farsa de historias de la historia, por lo que requirió reescribir una nueva ella misma, quizá la verdadera de los acontecimientos más importantes de los últimos años en ese monstruo y gigante rojo perdido. De esa manera surge su primer libro, La guerra no tiene rostro de mujer, crónica en la que ya se muestra el arsenal de su estilo: mezclar las anécdotas de la gente entrevistada, darles voz y hacerles perder el miedo de su pasado arraigado, el miedo a las represalias y la oportunidad de conocer la verdad de los hechos. En este primer esfuerzo por una historia verdadera, encontramos las voces de las mujeres que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Continúa con Los muchachos de Zinc, en donde entrevistó a los sobrevivientes y familiares de los soldados jóvenes que participaron en la guerra soviética en Afganistán. La novela polifónica de Alexiévich, como se ha llamado a este estilo, se consolida con Voces de Chernóbil, en donde se expone el heroísmo y sufrimiento en los sacrificios en la catástrofe nuclear —los lectores podrán recordar la aclamada miniserie de HBO, cuya historia se basa este libro—. Todas estas obras con la misma intensión de consolidar las voces de la utopía, se refleja también en los dos libros restantes, Los últimos testigos y El fin del “Homo sovieticus”, relatos sobre los niños huérfanos que sobrevivieron a la guerra y el retrato de una generación que vivió la caída del comunismo soviético, respectivamente.
III
Una única lectura necesité para cambiar mi idea sobre el periodismo: algunos de sus objetivos son retratarnos aquello que no se cuenta en voz de los protagonistas, así como descubrir que todos tenemos historias que contar, pero sólo necesitamos a un testigo que las redacte. Las mujeres y los hombres que aparecen en la obra de Alexiévich son el reflejo de un pasado, la violencia, el miedo, el terror a abrir la boca, tener que ser enterrados con las vivencias. La historia de Liudmila y Vasili Ignatenko fue el pretexto para que yo, un año después de salir de la licenciatura, ejerciera el periodismo y descubriera por mí mismo, en una muy pequeña escala, lo que sucedía a mi alrededor: relatar las historias necesarias de la gente, formando una pequeña novela polifónica de la ciudad donde vivo.