SARA ANDRADE
De las muchas cosas que tuve que desaprender con la edad fue la de creer que leer o poseer libros te hacía mejor persona o más inteligente. Es algo que, desafortunadamente, nos enseñan nuestros padres y los profesores en la escuela. Ellos tienen sus razones para ello (sobre todo la de hacernos leer), pero creo que el daño que hacen es a veces más grave que el bien que quieren lograr. Porque no es verdad. Porque (y esta es mi opinión controversial) las personas tienen valor inherente y no por la cantidad de libros que tengas en tu biblioteca. O porque tengas una biblioteca personal. O porque sepas leer. Eres valioso porque estás aquí y eso debería ser suficiente para todos.
Con el boom del booktok/bookstagram hemos logrado lo que las editoriales han querido que suceda desde su creación: que leer esté de moda y que sea un marcador de estatus en todos los estratos sociales, no solo en aquellos que tengan los medios para costearse el libro del momento. Ahora, la lectura es más accesible que nunca: puedes comprarte libros de uso, puedes pedirlos prestados en la biblioteca, puedes comprarte un lector digital y tener 500 libros en el bolsillo. Y sin embargo, parece que no podemos evitar hacer juicios de valor al respecto.
Lo entiendo: de repente es difícil entender cómo es que vamos fuertes en el quinto año consecutivo en el que los libros de hadas hipersexuales o violencia doméstica romantizada encabezan las listas de los libros más vendidos. Es difícil aceptar también que el libro se ha vuelto un objeto solamente, que lo que nos guste de ellos es que sean bonitos y con portadas que podamos presumir en las historias de Instagram. Que no importa el contenido, que lo que importa es tener más y más y más. Que lo importa es gastar. Que lo importa es servirle al dios Amazon y a su estómago infinito, siempre hambriento de más dólares y pesos.
De repente, ya ni siquiera tenemos que defender que la gente no quiere leer o que no tenga libros en su casa, ahora tenemos que defender a los que leen mil libros al año, todos con portadas de hombres desnudos, o a los que compran libros como si fueran chicles, acumulando papel y plástico de colores en sus salas, no para leerlos, sino para tenerlos, para demostrar algo con eso, con la posesión.
Y me pregunto: ¿y si tuviéramos que volver al inicio? ¿Y si tuviéramos que leer como muchos comenzamos a leer? Con libros sucios, deslomados, doblados y mojados; con fotocopias en las manos. Con la mirada roja por leer a medianoche en la computadora de la casa. ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué pasaría si la escritura y la lectura fuera algo que tuviéramos que desear realmente, que buscar y preservar con devoción? ¿Qué pasaría si nuestros libros fueran feos y si no tuviéramos a nadie a más que contarles lo que sentimos cuando la heroína venció al final? ¿Tendría el mismo valor? ¿Seríamos más inteligentes? ¿Seríamos mejores personas?
O quizá, la lectura simplemente se tenga qué hacer con los ojos bien abiertos; no con una expectativa en el medio, estorbando en la alquimia entre el signo y la pupila.