
ENRIQUE GARRIDO
Algunos miden los viajes en millas o kilómetros; otros, en nuevas amistades o experiencias, incluso en la cantidad de fotos en redes sociales. En lo personal, encontré una forma diferente: por la cantidad de baños públicos que visito. En los últimos días fueron por lo menos diez diferentes los que frecuenté. Desde los de la Feria de Minería hasta unos en Cuernavaca que sólo aceptaban “señores”, mis idas a estos espacios siempre están acompañadas por la sorpresa o la anécdota.
Cuando cursaba la carrera en Letras, me tocó hacer un viaje a Ciudad de México para investigar sobre mi tema de tesis. Fui al Colegio de México, pero, como buen provinciano, antes tuve que pasar por la Terminal. Allí, en ese entonces, había tres tipos de baños dependiendo lo que quisieras pagar, desde los gratuitos hasta los de 20 pesos con lujos como privacidad y cuadritos de papel. Las instalaciones mejoran, pero la desigualdad se mantiene. Bajo la economía de un estudiante tuve que optar por el gratuito, donde me vi obligado a formarme en una fila para pasar a un mingitorio comunitario, el cual te obligaba a ir orinando mientras avanzabas. Era tan largo que me imagino que si aguantabas hasta el final te encontrarías con la tarjeta de algún urólogo.
Anécdotas como las anteriores siempre me hacen pensar en la relación entre la literatura y los baños. De entrada, mucha de la lectura sucede en el baño. Quizás hoy se haya adaptado a los medios electrónicos y se lean los textos circulando en las redes sociales, pero hubo un tiempo en que llevarse un libro al retrete era normal, incluso te certificaba como lector. O qué tal los famosos revisteros, esos estantes o estructuras diseñados para alojar revistas, periódicos y otros materiales de lectura de tapa blanda en el baño, y que eran populares antes de saber que las bacterias también pueden volar.
Durante miles de años, los baños eran públicos, de hecho, eran espacios de socialización. Sin embargo, fue hasta 1775 cuando el relojero inglés Alexander Cumming, alguien que valoraba el tiempo en el baño como privado y reflexivo, tomó prototipos anteriores y patentó un retrete individual.
Cuenta el también escritor Santiago Gamboa que Roberto Bolaño consideraba el tiempo en el retrete como fundamental para la creación: “Soy la típica imagen del poeta latinoamericano, mi esposa con tisis arrullando a la bebé recién nacida que llora, mi hijo con problemas de adolescencia y yo encerrado en el baño intentando acabar un poema”. Por su parte, el español Juan José Millás decía que “en el baño se me desocurren las ideas”. ¿Será posible encontrar un punto en común entre crear y defecar?
De acuerdo con la escritora Laura Sofía Rivero, Montaigne, padre del ensayo, llegó a afirmar que sus textos eran “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos y siempre indigestos”. Y es que el lenguaje escatológico es usado mucho para valorar situaciones fuera de los azulejos. Expresiones como “ya la cagué” o “esto es una mierda” están normalizadas; sin embargo, hablar de nuestros deshechos todavía entra en el terreno del tabú.
Sin embargo, la creatividad y los baños no deben separase. Baste recordar el famoso libro de Armando Jiménez Farías, Picardía mexicana, de 1960, un compendio de las mejores expresiones populares, algunas en los baños públicos. Allí, entre varios temas, se alude a la necesidad de conciencia de clase: “Me causa risa y sorpresa / este aviso estrafalario, / pues debe saber la Empresa / que el culo no tiene horario”.
Sea como sea, los baños no han perdido su naturaleza de seguridad y humanidad compartida, donde lo biológico y lo simbólico se entrelazan en la intimidad, además de que no escapan de reflejar las desigualdades sociales y las formas en que los espacios en común marcan nuestras experiencias, incluso las de lectura y escritura, pues, algo sale de allí…al menos una columna.