Por Edgar A. G. Encina
En la reunión convocada por el general Protasio Leyva con los diputados Ricardo y López Nieto se discutió la pérdida del Valle a manos de los “aguirristas”, poniendo en duda el futuro del Congreso y la Presidencia. Con estas revelaciones Martín Luis Guzmán inicia el “complot” en el quinto capítulo de La sombra del caudillo. La novela que recrea el enjambre político-social que fue la Revolución Mexicana, publicada originalmente en 1929 por Espasa Calpe, y se ha convertido en fuente indisociable para entender aquel turbio periodo histórico y, al tiempo, deshilar algunos porqués de la violencia que ahoga nuestro tiempo.
El pasaje de Protasio Leyva se encuentra a poco más de la mitad de la historia, con una sistemática cuesta arriba de la tensión que hace pesadas hasta las páginas del libro. Allí es donde quiero imaginar que se encuentra la lectura del maestro. En la fotografía que ha compartido Rosy Robledo se ve a Salvador García y Ortega atendiendo los bajos de las páginas, con el mentón ajustado al cuerpo como para tomar de la colilla a cada una de las palabras que cuentan la vida de aquellos hombres que se fueron y a veces parecen reencarnar en un ciclo interminable. La agenda anota que la instantánea fue tomada en un viaje de vuelta de la Ciudad de México en 2022, cuando la Banda Sinfónica del Estado de Zacatecas cerró la exposición “Zacatecas, tierra de artistas” en el Senado de la República.
La historia, que seguirá desarrollándose en “horas solemnes, horas de historia trascendente”, parece haberle hipnotizado y obligado ralentizar la respiración. A no ser porque la ventana del autobús sugiere la marcha en el camino, sería fácil caer en el engaño de la estampa que, tomada con precisión epidérmica, nos haría creer que se trataba de horas congeladas. Estamos frente a un retrato vivo, circunstancial de momentos íntimos y revelador de goces personales. El maestro lee La sombra del caudillo y a notar por los rastros en el libro no es la primera vez. Concentrado, deteniendo la vista en un indeterminado pasaje, toma con algo de delicadeza la edición que Compañía General de Ediciones imprimió entre 1974 o 1975 en económica con tonos fucsia afrancesados.
Al licenciado, como le dicen algunos subalternos, amigos y conocidos, le quedan pocas páginas; lo más probable es que siga la lectura con los ojos, pero mentalmente se haya adelantado un par de episodios, porque sabe qué sucederá. Es una de sus cualidades; siempre ha tenido la habilidad para adelantarse, para sopesar, para echar una ojeada al futuro. Es de esos hombres que nunca se sorprenden, pero siempre esperan que el tiempo acomode las cosas y haga que las mismas caigan por su propio peso. Mientras lee que el general Protasio Leyva se prepara para amañar las elecciones, don Salvador, o Chava para los familiares, sabe cómo eso no va a tener buen fin.
La última ocasión que vi al maestro no será la última que nos veremos, aunque sí comienzan a tomar tintes significativos los momentos de encuentro. Esta ocasión fue para acompañarnos en el velorio de su hermano Agustín, decano del boxeo zacatecano y uno de los últimos sastres artesanos en la ciudad. Anterior a ese momento fue un abrazo prolongado y algo de cotilleo en el museo Pedro Coronel para acompañar a Santiago que había sido propuesto para el Premio Estatal de la Juventud. Antes a esa velada de emociones encontradas, nos sentamos a platicar largo y tendido en el sepelio de mi padre, que se había ido como deben hacerlo los hombres buenos: en un santiamén más breve que el aliento.
Supongo que el maestro, el licenciado, el tío, don Chava, volverá a su biblioteca a buscar otro texto que releer, porque ahora está en edad no de descubrir, sino de describir. Sin sorpresas, debe tener un libro esperándolo o a medio camino; una lectura acometida años atrás y a la que está determinado a volver para atajar los detalles y valorar el tiempo narrado. Por mi parte, y atendiendo el ritmo del metrónomo de nuestros encuentros, espero volver a saludarle en un momento donde celebremos la vida y nos digamos que aún nos falta tanto, tanto por hacer. Lo que lee va más allá de las notas en la partitura o las palabras en el impreso; lo que el maestro lee son las líneas de una vida plena y fulgurante, de llamaradas magenta que hacen juego con el libro, con la camisa y con su manera de asir el mundo.