“¡Tú, gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad
si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!”
Nietzsche, Así habló Zarathustra
Padre mío, Padre mío, ¿por qué me has abandonado? Dijo la voz del hombre, clamando desde el madero que han transformado en cadalso; agónica y sedienta, la voz se escapa entre estertores. La vida rallentando se esfuma a través de las llagas de la carne macerada. El alma apenas parece flaquear pese a todo, y se quiebra por sus bordes, pero no cede, no cabe la posibilidad de rendirse en el itinerario programado. El DOLOR inconmensurable ha encontrado su lugar predilecto, su único y absoluto campo de acción: fuera del cuerpo no existe, salvo para habitar otros cuerpos; y no distinguirá jamás tejidos ni colores, ningún rasgo distintivo será blanco de discriminación para el dolor. Su presencia, aunque intermitente, ha sido, es y será ineludible mientras haya cuerpos que habitar. Ahora se aglutina en el cuerpo del madero, como dando tregua al resto de los hombres para sólo concentrarse en uno, en el UNO, en el ungido, el dolor del mundo todo se ha congregado por unos instantes en ese único cuerpo maltrecho… vejado, para abrir puerta al más grande acto de fe, esperanza y caridad; de redención.
Tan dolorosa y humillante escena redentora tiene, entre tantos, un estridente eco pretérito, como si se invirtiera el orden de causa y el efecto o quizá fuera de toda lógica: pensemos en que, para los universales, como el dolor, con mayúsculas, no hay anacronismos que valgan, en ellos están rotas las barreras de las coordenadas imaginarias con que la humanidad le da sentido a sus acciones. Encuentra un resonar arcaico, sin tiempo ni espacio precisos, justamente como si ahí radicara la premeditada intención de no distraernos en limitantes circunstanciales o estrictamente históricas; y sí en el contenido del mensaje, en lo sustancial y consustancial a todos los hombres de todos los tiempos y todos los espacios. Es el enigmático habitante de Uz, cuya procedencia nunca será clara: Job, el prototipo del hombre justo y noble; el ideal que mueve a la mayoría que transita este mundo y que aspira siempre a “más y mejor”. El hombre que ha llegado al bienestar a plenitud: rodeado de familia, amigos y abundantes riquezas materiales. En ese flanco, Job gozará siempre de ser el prototipo, de referente, de ideal.
En cambio, desde la otra cara de la moneda, que no quedaría suspendida en el aire y tarde o temprano habría de caer, si me dijeran luego que, de los Cantos del Burana Job es el autor de ¡Oh, Fortuna!, no lo dudaría un ápice y nada me costaría imaginarlo cantándolo a grito abierto y desgarrado. Pues el caudal de bienestar y de abundancia son menos permanentes que la tragedia, el despojo y el infortunio. Y los vuelcos de la vida vienen o vienen. Sin embargo, Job es, entre los ideales que representa, el del hombre de fe, pero no de cualquier fe convencional y que hace las veces de pretexto para religarnos a los otros; es el prototipo del devoto absoluto e inquebrantable, si no, cómo habría de atravesar por las entrañas del monstruo que vino a devorarlo. Job gozaba de ser el favorito de Elohím, como el Elí del hombre redentor crucificado.
Job lo posee todo, pero lo merece, ni una sola de sus posesiones es mal habida, pues es un hombre de acción y devoción; es el protegido de Dios, del único Dios que ha desplazado a los dioses antiguos y son consecuentes el uno con el otro, se necesitan y se complementan. Y desde los parámetros divinos y humanos: parece que nada vale si no cuesta. Y Dios escucha a Satanás cuando lo insta a poner a prueba al devoto entre los devotos, al hombre que es fe encarnada, al benévolo y justo, pero quien no sería nada de esto, según el malévolo, si no viviera en la abundancia y si no fuese bendecido con familia y sendas riquezas, en otras palabras: si no gozara de los favores de Dios. Satán insta a Dios a despojar de todo, es decir de todo, incluso de su paz y su tranquilidad a Job para ver si no comienza a blasfemar y rechaza realizar todo culto sagrado; si no repudia a Dios y lo maldice. Es fácil ser benévolo desde la opulencia y la serenidad, pero la adversidad y la desventura no parecen ser amigas de la devoción y la gratitud.
Dios permite que Job atraviese las pruebas iniciáticas en la cúspide del escalafón de lo humanamente soportable, lo más cercano a la desaguadora crueldad y que los más de los simples mortales difícilmente supondríamos resistir; Job se torna en menos que despojos de sí mismo: pierde hijas e hijos, pierde todos sus bienes, consumidos por el fuego unos, hurtados otros. Le viene la lepra, el muladar y la putrefacción se convierten en su morada y su cobijo. Job vacila un poco, como lo hace el hombre del madero al preguntar ¿por qué me has abandonado? Job no encuentra respuesta al preguntarse ¿por qué nace un desgraciado? Más valdría mejor renunciar a la vida, pero un hombre de fe, de tal magnitud de fe, no pasa de la dolorosa vacilación. Dios tendrá la última palabra, no el hombre. Y la tiene al no arrancarle la vida de una vez por todas, porque cesaría el sufrimiento de la carne y del alma que anida en la carne: cesarían las pruebas de este mundo que es medio y no fin.
Sin embargo, Dios en, su paciencia infinita mantiene a Job, pero no sólo para recompensarlo por su fidelidad incomparable, quizá, pues Job comprende su inmensa fragilidad y su insignificancia, ¿Dónde estaba él cuando Dios creó los universos y sus mundos? Pero Dios no acaba con Job, no lo pulveriza y lo regresa a la eternidad de la que lo sustrajo por un tiempo finito, para transitar un mundo de límites y calamidades. Dios decidió que aquel que le adoraba mantuviera el aliento. Y qué tan necesario podía ser un Job, quién necesitaba más a quién. Se abre tal duda por aquel astro cuya felicidad es dependiente de aquellos a quienes iluminan y que le profesan inmensa devoción y fe.
Samuel R. Escobar
Otoño 2024