Daniela Albarrán
Hace una semana fui con mi novio a comer a un lugar típico de la ciudad, y de postre nos sirvieron un dulce de calabaza. Lo aceptamos y nos lo comenzamos a comer, pero a ninguno de los dos nos gustó; yo le comenté que lo que yo quería de postre era un pay, un cheescake o un helado.
Esa calabaza, cual madalena prousiana, me hizo pensar algo que, hasta ese momento no me había percatado, y es mi relación con la comida (mía y de mi generación) y es que yo no como dulces típicos y cada vez como menos comida típica, y estoy muy lejos de si quiera intentar prepararla.
Me refiero a que la calabaza dulce es un postre típico del otoño, y que mis papilas gustativas recuerden, jamás lo había comido, a pesar de que, en Toluca, por estas fechas venden este postre al por mayor en la Feria del Alfeñique.
Investigando, me encontré que, efectivamente, en México estamos perdiendo ese amor por la comida típica, lo cual me parece profundamente preocupante y triste, porque más allá de la calidad de los alimentos que consumimos, cosa en la que no me voy a meter, pienso en la cultura alimentaria, en la herencia culinaria que mi generación les dejará a las infancias.
Siempre he dicho que soy catadora de postres, sin embargo, en ese repertorio no están los postres típicos. Mi abuela siempre preparaba capirotada, también por estas fechas recuerdo el olor de su cocina, y también que cuando me ofrecía, aunque me gustaba su olor, no me lo comía.
O ese dulce de capulines; tengo una tía que en el lugar donde vive tiene un enorme árbol de capulines, recuerdo que cuando era muy niña íbamos a su capulinear y también ella y mi abuela preparaban dulce de capulines, un dulce que poco probé y, que ahora pienso, no supe apreciar.
O en navidad, que mi abuela (nótese en mi relato la carga semántica, ética, moral y política de quien cocinaba todo lo que yo comía, era mi abuela) preparaba una ensalada navideña con betabel (una palabra tan extraña para mí, que tuve que googlearla y preguntar a un grupo de WhatsApp para recordar su nombre); una ensalada que tampoco nunca comí.
Ahora que llevo unos meses cocinando, me he dado cuenta que nunca he preparado una comida típica, y que en realidad nunca me ha interesado aprender a preparar mole, pozole, tamales, chiles en nogada y mucho menos algún postre típico, pero tampoco, por ejemplo, café de olla, algo que bebía diariamente hasta unos meses.
Hoy vi un tuit de una chica que costeó que su mamá le hiciera un recetario ahora que se iba a mudar sola; también recuerdo esa escena hermosa de Anne with an E, cuando Anne recopila las recetas de su amiga, Mary Lacroix, para regalárselas a su hija y que tuviera una herencia culinaria.
Y es justo eso, la comida, los recetarios familiares son una herencia culinaria, un registro de nuestra vida, nuestro contexto y la historia familiar, y también creo que deberían ser consideradas patrimonio cultural, para que esas recetas, los dulces y la comida típica sea protegida y heredada a las generaciones venideras.
Pero, al igual que muchas otras cosas, el dulce de capulín, el pozole blanco, la ensalada de betabel, la capirotada, el dulce de guayaba o el chileatole son alimentos de mi herencia culinaria que morirán conmigo.