Marifer Martínez Quintanilla
“Quiero emplear mi vida
en hacerme una muerte”.
José Luis Sampedro
No existe, por lo menos no todavía, una unidad textual que me permita hilvanar los muchos fragmentos que hoy, poliédricamente, me conforman. A veces lo consigo, a través del discurso en el diván que, además, es solitario: las sesiones son en línea, dos veces por semana desde hace dos años, por medio de una llamada, ni siquiera videollamada. Mi analista nunca me ve ni yo a ella. En todo caso, hace más contundente el encuentro conmigo misma. He aprendido a reconocer en el discurso psicoanalítico una antesala para mi escritura; un ejercicio depurativo, un vaciado.
Mucho de lo que escribo después, sin importar que nadie más lo lea, aunque sea sólo para mí —y que incluso yo misma fallo en volver a leerlo—, y esté guardado en notas rápidas, en una aplicación o en mis cuadernos, llega destilado después de las sesiones. Voy destilando elementos que me parecen nucleares de mí, de mi escritura. Mi escritura, aunque incipiente, ha sido objeto de mi análisis en los últimos años. En particular porque escribo mucho en cuadernos, y hubo un tiempo en el que no podía escribir nada.
Pasa que tengo conmigo nueve cuadernos, cuadernos de escritura, cuadernos-agenda, cuadernos-diario de lecturas, cuadernos-academia y por más que he intentado asignar un tema a cada uno de esos cuadernos, las fronteras se difuminan; cada terreno pasa y conquista otro y se deja conquistar al mismo tiempo. Para alguien como yo, que quiere que cada cosa esté en su sitio, esto resulta en conflicto, porque es señal de desorden, desorden de mí.
Estaba sentada en la cafetería del patio de La Central de Callao, esto habrá sido a inicio de mayo del 2022. En ese momento leía Austerlitz, al lado de mis manos que sujetaban el libro estaba mi agenda. Todos los años compro, como mucho, una agenda; sin embargo, siempre había elegido la agenda que tiene el esquema de la semana en dos páginas. En esa ocasión, opté por la agenda diaria: un día es una página.
Había sentido que la agenda del año anterior no tenía capacidad ni espacio para todo lo que transcurría diariamente, se asfixiaban los días. Por eso opté por una agenda más grande, para tener capacidad, espacio y oxígeno.
Así que estoy sentada en La Central, leyendo, deslizo mi mirada y veo la agenda y la abro para ver los pendientes de esa semana. En lugar de tirar del cordón que indica el día actual, hojeo la agenda. Me encuentro con los días en blanco: días, semanas, en suma casi dos meses, en blanco. Me pareció irónico. Un profesor nos había entregado un ejemplar de la poesía inédita de Sampedro, titulado así: Los días en blanco. Y pensé entonces en la frase cliché, aunque no menos cierta, sobre el reto que es enfrentarse a la hoja en blanco al momento de escribir. En mi caso, me enfrentaba a un deslizamiento semántico de esa frase, una metonimia: lo más difícil era enfrentarme a esos días en blanco que eran las páginas, testigos de los vacíos y silencios que me angustiaban en aquel momento; días que se probaban irrelevantes, desmemoriados, privados de cualquier intento de escritura o testimonio que diera la mínima impronta sobre eso días que fueron —y lo siento por el juego tan simplón— tan oscuros.
Recuerdo haber hablado en su momento de esto en la sesión. La angustia que me producía ver tantas hojas y días vacíos, ni siquiera los apuntes del máster o del TFM, ni de la casa, nada. Había pasado de un martilleo mental constante, ruido y pensamientos intrusivos recurrentes a un silencio que tampoco era buen síntoma.
Ahora he vuelto a abrir la agenda del 2022, pero también mis cuadernos de los dos años anteriores, y los cuadernos de lo que va de este año. Son radicalmente distintos. Del 2020 a noviembre del 2021 mi letra es legible, las hojas y días están en orden, hay una secuencia lógica de escritos, asuntos, ideas… Del 2022 en adelante cambia todo. Empezando por el hecho de que ningún cuaderno está terminado, están incompletos. Recuerdo tener la sensación de que no me gustaba escribir en ellos, ya fuera por la textura de la hoja, por el color, por el tamaño, por lo que fuera. Ahora creo que era otra cosa: verme reflejada en mi grafía. Una letra cursiva ilegible y veloz, desesperada, confusa, desorientada. He vuelto a leer algunas entradas de esos cuadernos y me doy cuenta de que, tal vez, debí leerlos antes, leer la cadena de significantes que ya había colocado ahí y que he podido ver, casi de forma panorámica, como un narrador omnisciente, hace apenas unas semanas.
Cambié de cuaderno. Mi madre me regaló uno de Paperblanks de pasta dura, con un diseño precioso, pero abrirlo y ver una escritura descolocada me provoca malestar. Así que compré uno nuevo, amarillo y, finalmente, mi escritura vuelve a ser legible. He tenido que mover muchos elementos de mi vida en los últimos meses, la escritura ha sido uno de ellos: mudar el espacio escritural a uno nuevo, cerrar los cuadernos anteriores, concluir un periodo. En todo caso, lo que quiero decir es que quiero emplear mis días en hacerme una vida.