Sara Andrade
Hay gracia en cada paso que damos.
Cuando salgo a caminar al cerro y tomo los caminos de siempre para llegar a las faldas de La Bufa me sorprende, todo el tiempo, la manera en la que las mismas pequeñas de siempre me conmueven. Me conmueve la manera en la que el Niño Doctor siempre está rodeado de flores.
Me conmueve ver las casas perder el color de sus paredes y volverla a adquirir, en una marea lentísima, de pintura Comex recién aplicada y en polvillo de colores volando con los vientos de febrero. Me conmueve cómo las piedras van perdiendo los ángulos y las banquetas se van redondeando bajo los pasos uniformes o desparpajados de los vecinos. Es una ciudad vida, que se mueve como un fluido, que respira como un animal dormido.
Últimamente he estado prestando atención en los pequeños nichos que la gente hace para recordarse. Sobre todo porque aparece por todas partes. Es cuestión de que comiences a fijarte a tu alrededor para que encuentres uno. Ahora mismo estoy mirando alrededor de mi cuarto y veo que, en el cajón de mi escritorio, tengo guardado tickets, boletos de cine e instantáneas borrosas que me recuerdan mi vida. Es un nicho para mi vida.
En mi oficina, mis compañeros decoran las esquinas de sus escritorios: a veces es una flor dentro de una jarra de mayonesa, a veces es una fotografía enmarcada de unas vacaciones de hace 10 años, cuando sus hijos eran muy niños, cuando las cosas eran muy diferentes a ahora. Es un nicho para la memoria.
Las carreteras están salpicadas por cruces con fechas y nombres: recuerdo de alguien que perdió la vida en ese lugar. Las paredes están llenas de nombres ininteligibles: la impresión de una mano joven, llena de rabia y burla. Cuando subo al cerro, a donde reinan los pirules y la tierra roja y las hormigas haciendo círculos entre la piedras, descubro que alguien ha tallado la piedra del cerro y ha hecho ahí, en un espacio tan improbable, un niño para un santo invisible.
Me pregunto si no metieron a nadie ahí porque no una figurita de San Judas Tadeo no duraría lo suficiente para cumplir un deseo o si es porque, en un giro de tuerca más místico, es porque quien en realidad va en el nicho es nuestra mirada, nuestra sorpresa, nuestras preguntas. ¿Qué hace este agujerito en la roca, en la que cabe perfectamente mi mano?
Cuando pierdo un poco el ímpetu de salir de mi casa, cuando me encuentro detenida en una fila interminable o en la sala de espera de una clínica, mi primera reacción siempre es buscar esas pequeñas chispas, la existencia de nuestra insistencia. A veces tiene la forma de una esquina de revista doblada, en el artículo que alguien creyó interesante. A veces es una esclava dorada en una mano derecha con el nombre de un niño que nunca conoceré. A veces, solamente, es mi reflejo en el cristal de mi ventana. Un nicho para la gracia.