Alejandro García
David Ojeda se fue de entre nosotros un 9 de octubre, como hoy. Año 2016, diría el corrido.
Autor muy cercano a mí en el afecto, en la influencia y en el seguimiento de su obra, constantemente rememoro anécdotas, opiniones de él, posibles encuentros y conversaciones y reacomodo su obra de acuerdo a mi tiempo corto, diría Braudel, acaso el único que tendremos oportunidad de aquilatar.
Siempre he leído y releído “Pelotita de ping pong”, una pieza breve, una voz muy parecida a la mía en años equivalentes a los del personaje, una mirada fresca sobre el mundo desde una plancha cívica donde confluyen las dos potencias en la guerra fría.
Pero también viene a mí “Los truenos de mayo”. Algunas evocaciones son cruces con otras obras como Bajo el volcán de Malcolm Lowry, por los doce apartados y por ese caminar hacia la muerte, incluso me lleva también a Crónica de una muerte anunciada (ésta posterior al cuento) por el final adelantado; con “Todos los pilotos de William Faulkner” por aquella foto donde el organizador señala que, si volvieron a la normalidad, de cualquier manera, ya estaban muertos desde la refriega y por la organización estructural de la narración. Y el tercer toque con “Cruz de navajas” de Mecano (también posterior al cuento de Ojeda) por ese ocultamiento del asesino y del verdadero causante de la muerte.
“Los truenos de mayo” es un rompecabezas de doce piezas (el lector puede entrar por cualquiera de ellas y seguir el orden que le dé la gana) en torno a la muerte de cayo (con minúsculas, como todos los nombres de ese cuento). Es una ronda en contrapunto, como si fueran las dos caras de un mundo que en una apenas amenaza y en la otra ya ha llevado a cabo la destrucción en el inicio de la madurez.
Recuerdo sobre todo su tono de lamento, no gemebundo, sino viril y escéptico, ante el amigo muerto, lo que pude ser yo, lo que soy. Desde el título “Los truenos de mayo”, aquel fenómeno de tasación del tiempo de acuerdo a las constancias del mismo tiempo que volaron con el cambio climático. Digamos que “Los truenos de mayo” sería para mí uno de esos cuentos con los que aparece de inmediato David Ojeda o que, al revés, al oír David Ojeda me lleva a la impasible Diagonal que raja la ciudad de San Luis Potosí y que muchas veces transité, a pie o desde un sacratísimo Flecha Amarilla justo debajo del puente del ferrocarril. Esas calles que hermosean los proyectos modernizadores que son bestias irredentas, lugar de sacrificios de ciudadanos en el camino de la existencia. Ese cuento rompe el juego, evita que los personajes vean el gran clásico mexicano y los lanza a la calle a enfrentarse a la muerte, a transitar por la avenida donde a veces el purgatorio es cosa de risa.
A la tablita nos decían en la primaria los profesores punitivos, aquellos que preferían el físico al control mental, a la Diagonal nos decían aquellos que ofrecen cuerpos a cambio de impunidad y “administración del conflicto”. ¿En qué momento renunciamos a la aventura, al riesgo, al despilfarro o al no tener dinero en la cartera? Qué importa, al salir a la calle te espera el azar, la furia ciega, el violento que se siente dueño de las vidas y así lo dicen sus armas y las leyes que se tornan flexibles para que todo caiga en lo tratable.
El capitalismo no mete la basura debajo de la alfombra, la hace legal y asunto arreglado. Claro, en sus orillas la basura también es negocio. “Los truenos de mayo” es la proyección del individuo. Tal vez como esos tres integrantes de “Los grillos” que añoraron el éxito musical, los que nos definimos por las letras renunciamos a la aventura o nos sometimos al silencio. No lo sé, creo que el ejercicio de la escritura y, por lo tanto, la visión del pensamiento estetizado, es ya una ganancia, y da la posibilidad no sólo de tratar los pliegues de la sociedad en que vivimos, sino de dejar constancia de acontecimientos que nos hacen asomarnos a nuestra realidad como un déjà vu permanente. En este momento un presidente municipal huye de la acción de la justicia por asesinato. Hubo armas, planeación y tiempo de escapar. Se rumora que la ley está a punto de flexibilizarse para que la falta quede impune. Ah, la muerte y la diagonal, los pillos con charola, los que no respetan siquiera el que el individuo se haya sometido.
Ah, David Ojeda, pienso en lo que pasaste para no ir a las pasarelas de la gran cultura oficial, para no convertirte en estandarte de felicidades completas, y preferiste seguir entre la raza, rodeado de “ratas” y testigos de Madigan. Será que, como dijo Borges, a propósito de tu cuento: “No nos une el amor, sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”.