
JOSÉ MÉNDEZ
Tú sabes que, por alguna razón, el telón caía sin previo aviso.
Sé que inclinaste los labios,
de ellos la palabra semejante al grito en medio del teatro.
Sembró la jauría flores duras entrecortadas sobre tu cabeza, lapidarte era su causa.
También sé que de tus manos las heridas prohibieron acercarse a la bestia,
que en la oscuridad tatuaste el jadeo impresionando los rostros,
sujetabas sus golpes que eran como dardos quemando la cicatriz,
el humo y el polvo se aferraban al desierto de vírgenes,
a embalsamar los cuerpos de las prostitutas que servían como mito,
como el velo de tu irritado destino, tu suerte socavaba la envidia;
y de sus huesos nocturnos la primera piedra, aquella que te dio la inmortalidad,
el deseo de ser el consejo puro del líder,
de un hijo sin alas atiborrado de palabras,
de símbolos obstinados que arrancaban el cansancio, la muralla rota de las madrigueras.
Sé que entre tu sexo escondías el manojo de silencio que lo llevaba a recordar la orilla,
aquella tentación que se convirtió en rumor de carne,
en el vino mojado de cerezos; oscura y amarga soledad de inviernos.
Sé que en su imagen el esqueleto no vibra como una canción de cuna,
te enseñó que el temor se cobija con la pena,
de ella tu torre es una pirámide de sol empuñando el alba.
Entiendo que en esa ciudad de barcas empujadas por los templos se tuviera el juicio de romper con la máscara y la historia,
blasfemia y odio por ser amante del hijo de-Dios; pero tampoco labios,
ni torres ni sexo son ajenos a sus ojos,
a la sombra de la corriente que lo llevó a desmitificar la culpa,
en ese río los dos se entregaron a la noche ante los ojos de Él,
él como un pozo buscó la luz,
la yerba entretejía tu muerte galopando en la avalancha donde después reencarnarían sus heridas,
la música sacra en un árbol en cruz.
Entonces otra parte carecía de fuego, sentías cómo la tarde salaba el aleteo puro de las aves negras,
de tus recuerdos, la última hoja en blanco dedicada a tu oración,
a tu vestido claro cubierto de manchas, de barro descalzo.
Esbozada en el sueño, distraías su cuerpo ausente,
reconocías la imposibilidad de su llanto,
tú sabes de orgasmos ¿no recuerdas aquella mano dormida que descansaba en esos bultos claros y ajenos donde alguna vez tuviste corazón?
Ahora miras las olas,
la noticia de que otro hijo de Dios ha muerto cortó el cordón umbilical,
no temes porque él te enseñó.
Empujas el remo y la soga, los caballos negros de tu conciencia no tiran más de la llaga,
amaneces ahogada de otoños, de una navegación de hojas nubladas,
de pájaros solitarios en el abismo, tocas tu espalda y no hay señales,
las alas son para los ángeles, tus manos cubren el vientre, sonríes.