ENRIQUE GARRIDO
Una de las posturas más inquietantes es aquella donde se promueve dejar de leer a ciertos autores o autoras porque tuvieron conductas condenables, claro, bajo el contexto actual, o porque no fueron ejemplos de pureza o promotores de una ideología que no existía cuando ellos escribieron sus reflexiones, o estaban vivos. ¿Se puede juzgar a un artista o pensador fuera de su contexto histórico? La verdad es que sí, lo que incluso ayuda a dejar de mitificar ciertos personajes, parejo el asunto, hombres y mujeres; sin embargo, ¿dejar de leerlos, estudiarlos, analizarlos? Mmm…eso ya es otra situación.
El francés Roland Barthes escribió en 1973 un ensayo que se incluyó en el libro Le plaisir du texte (El placer del texto) con el sugerente título “La muerte del autor” en el cual plantea, a muy grandes rasgos, que el acto de escribir se reforma, es decir, que no hay nada original, sino que todos los textos devienen de otros escritos, asimismo, estas “citas” forman parte del contexto cultural, por lo que el autor, o autora, no representa gran cosa y muere, metafóricamente. Comprender la idea de Barthes resulta complejo, pero sirve como un argumento de porqué las ideas pueden ser separadas de las personas.
Vivimos en una época donde existe un culto a la personalidad, por ello no resulta extraño que las ideas se entremezclen con los actos u opiniones, siempre bajo una estricta revisión moral. Quizá funcione para quienes habitan en este periodo de tiempo y tuvo acceso a más información, así como a otro tipo de perspectivas, pero ¿qué hacer con grandes plumas clásicas, las cuales escribieron bellas e inteligentes palabras; aunque no siempre correspondieron a sus actos. Qué hacer con La llama doble (Octavio Paz), El mundo como voluntad y representación (Arthur Schopenhauer), Ser y tiempo (Martin Heidegger), El segundo sexo (Simone de Beauvoir) o, en recientes fechas, la obra de Alice Munro. Sólo los desechamos y leer a quienes supuestamente representan los valores de nuestros tiempos. ¿Olvidamos todos los análisis en torno al poder que realizó Foucault, más necesarios de lo que aparentan, por su inclinación hacia filias cuestionables (como varios intelectuales de su época)? La verdad es que no, pues, malévolos o no, sus ideas son parte fundamental de la historia intelectual y rechazarlas o prohibirlas por quien las emitió sólo nos condena a un inevitable retroceso cultural.
Ahora bien, otro de los problemas de caer en una inquisición emocional y censurar a la menor provocación es la facilidad con la que el aparato de propaganda puede manipular nuestra percepción a través del Character Assassination. Traducido como “asesinato reputacional”, alude a cuando una opinión de un grupo o persona se vuele peligroso para los grupos de poder, estos bombardearán los medios con información falsa, pero escandalosa, como abusos físicos, sexuales, o violencia de género, para que, gracias a la asociación, sus ideas o información pierda relevancia. En esencia, persigue la finalidad de anular la capacidad de influencia de la víctima, silenciar su voz y lograr su rechazo por la sociedad, como las acusaciones de abuso en contra de Julian Assange las cuales jamás fueron comprobadas. En estricto sentido, se trata de una de las más grandes falacias de la lógica, me refiero al argumento ad hominem, el cual ataca al emisor no al argumento.
Al final del día, entender este fenómeno resulta en todas sus posibilidades es muy complejo. Esto es una breve introducción cuya motivación es la de sembrar la semilla de la mesura, la de no caer en la trampa de una cultura de cancelación, manipulable y poco clara en sus fines, de tomar un cuchillo metafórico y apuñalar a la figura del autor, de hecho, puede empezar por quien esto escribe.