ANA RODRÍGUEZ MANCHA
Desde 2012, cada 5 de septiembre se conmemora el Día Internacional del Mieloma Múltiple, una enfermedad que para muchos no es muy conocida y que para otros representa un verdadero reto diagnóstico. Este tipo de cáncer, que afecta el origen de las células sanguíneas, ocupa el segundo lugar a nivel mundial en esta categoría. La sobreproducción de las «células plasmáticas» —encargadas de producir inmunoglobulinas (anticuerpos) para proteger contra infecciones—, irónicamente provoca un desequilibrio en la médula ósea, generando repercusiones significativas para la salud.
La enfermedad ha existido desde tiempos remotos y ha recibido numerosos nombres a lo largo de los años, como “Mieloma de Mallory,” “Plasmoma de Hoffmann,” “Sarcoma plasmocitario de Luké,” “Linfoma medular de Herrman y Morel,” “Mieloma linfoide de MacCallum,” “Premielocitoma de Martín y Colradt,” “Enfermedad de Kahler-Bozzolo,” “Enfermedad de von Rusitzky,” o “Enfermedad de Huppert,” reflejando las contribuciones y conocimientos de diversos autores.
Actualmente, se han identificado factores de riesgo como el antecedente familiar de mieloma múltiple, el sexo masculino y la edad avanzada. Los síntomas pueden manifestarse de manera sutil o ser hallazgos fortuitos. La médula ósea, en este escenario, produce células plasmáticas de manera acelerada, limitando la producción de otros tipos de células como eritrocitos, leucocitos y plaquetas. Los síntomas incluyen anemia crónica, infecciones recurrentes, dolor o fracturas óseas, daño renal debido al aumento de calcio (que puede causar fatiga, estreñimiento, náuseas y confusión), y lesiones óseas visibles en radiografías.
La detección es un desafío para el médico de primer nivel, quien debe utilizar herramientas diagnósticas como la historia clínica, la exploración física completa y pruebas auxiliares. Se presta especial atención a la biometría hemática, química sanguínea, electrolitos séricos, velocidad de sedimentación globular, frotis de sangre periférica con tinción de Wright y radiografías simples, especialmente en pacientes con enfermedades recurrentes.
El diagnóstico definitivo lo realiza el hematólogo o médico internista mediante estudios especializados. Aunque aún no existe una cura, los tratamientos individualizados, como el trasplante de médula ósea o la terapia inmunosupresora, pueden controlar la enfermedad y mejorar la calidad de vida del paciente, con un impacto mínimo en sus familias. El autoconocimiento y la realización de chequeos generales anuales son esenciales para una detección temprana, marcando la diferencia entre salud y enfermedad.