DAVID CASTAÑEDA ÁLVAREZ
Quizás no muchos sepan que entre 1600 y 1700, en la Nueva España, hubo una moda cultural que influyó, sobre todo, en los círculos de la nobleza, las letras y las artes. En aquel tiempo un sabio y erudito español, Athanasius Kircher, comenzó a estudiar arduamente los jeroglíficos, los obeliscos y las pirámides de Egipto. De aquellos estudios se desprendieron numerosas interpretaciones en torno a ese lenguaje desconocido que funcionaba a través de imágenes.
La moda egipciaca llegó al Nuevo Mundo mediante libros y noticias de aquellas misteriosas formas de expresar el mundo y su singular arquitectura. De este lado del Atlántico, Kircher comenzó a ser una especie de rockstar del conocimiento. Incluso la misma sor Juana inventó el verbo kircherizar en admiración por el sabio jesuita, y en su ópera máxima (que para ella era un “papelillo” que escribió por gusto), el poema Primero sueño, ella sufre una especie de desdoblamiento onírico y comienza a volar sobre las pirámides.
Entre otros elementos, la influencia del mundo egipcio detonó una serie de expresiones artísticas vinculadas con los jeroglíficos y el lenguaje de las imágenes. Así, se escribieron numerosos libros de emblemas (que contenían un mote, un grabado y un poema), poemas mudos (hechos a partir de imágenes) y eventos cuyos motivos se tomaban del imaginario sobre los dioses y símbolos egipcios.
Zacatecas también sufrió el hechizo de las pirámides y de aquellos símbolos oscuros. Quiero destacar aquí las festividades –ampliamente estudiadas por Carmen F. Galán e Isabel Terán Elizondo–que se realizaron en honor a las bodas, entronización y prematuro fallecimiento de Luis I, efímero rey de España. Fueron aquí a la vuelta de la esquina; comenzaron en 1722 y estuvieron patrocinadas por José de Urquiola, primer conde de Santiago de la Laguna, y José Rivera de Bernárdez, poderosísimos personajes de la vida pública de entonces.
En aquellas fiestas, y según los hábitos barrocos de la época, se planearon diversos eventos que involucraban desfiles, corridas de toros, carros alegóricos, fuegos artificiales, etc. Lo que llama la atención es que se mandó a construir un obelisco, con múltiples jeroglíficos en sus lados, en lo que actualmente es la explanada de la Plaza de Armas. Ese obelisco no sólo fue construido, sino “escrito”. En el certamen literario en torno a esa coronación, la Estatua de la paz, se describe y explica, en latín, cada una de las partes de la estructura. Fue un ejemplo explícito de la admiración que se tenía por Egipto.
Tal vez el más extravagante (a mis ojos) de estos eventos fue el ceremonial que se realizó para festejar la llegada al trono de Fernando VI, organizado por la Imperial y Pontificia Universidad en 1748. En el certamen derivado de aquellas ceremonias, el Coloso elocuente, se describe cómo se adornó la Plaza Mayor de la Universidad con cuatro pirámides llenas de jeroglíficos, dos columnas y un coloso que representaba, en alegoría, a Fernando VI y al egipcio Memnón al mismo tiempo.
El mundo egipcio aún tiene un influjo misterioso en las conciencias modernas. Pienso que los creadores y artistas actuales podrían sacar provecho de lo que saben (y no saben) de Egipto e impulsar una nueva moda vinculada a los enigmas. Sueños nuevos donde se pueda volar sobre pirámides, obeliscos y desiertos. O mejor: descubrir nuevas lecturas de este gigantesco jeroglífico llamado mundo.
Nos leemos después.