Fotografías: Alejandro Ortega Neri
Dicen que el tiempo no tiene materia. Que sabemos del paso de las horas por el movimiento del Sol y de la Luna. Sin embargo, también dicen que el agua es más antigua que el tiempo. Que ésta bañaba las rocas del abismo cuando Dios todavía no existía. Dicen que hay ríos en el espacio parecidos a la estela de los cometas. Que el agua somete a los astros a sus ondulaciones, y su cauce es la ruta misma del destino, dicen.
David Castañeda, Bitácora de un desasosiego.
En Bitácora de un desasosiego (Texere, 2019), David Castañeda reescribe la peculiar manera que tenemos como humanos de percibir lo que nos rodea: reflexiones sobre la vida, el amor, la muerte y lo cotidiano. David es licenciado en Letras, maestro en Investigaciones Humanísticas y Educativas con orientación en Literatura Hispanoamericana y doctor en Estudios Novohispanos por la Universidad Autónoma de Zacatecas. En 2013, 2015 y 2019 fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico Zacatecas, en 2015 obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde”; es autor de los libros de poesía Y el verbo se hizo polvo (2016), Un hombre, una mujer y un mirlo (2016) y la obra mencionada al inicio de este párrafo, la cual reúne poemas distribuidos en cuatro apartados: “Apuntes de un día”, “Luces de sosiego”, “Derrelictos” y “Memoria de la espuma”.
Entre otras cualidades y temas recurrentes, Castañeda habla con imágenes del día, del mar, de las contradicciones y las ataduras mitológicas que nos conectan; y de cómo todas estas cosas confluyen bajo un mismo titiritero colorido: el tiempo. El autor nos lleva a navegar en verso y prosa sobre el fino río que entrelaza el pasado y el presente, afirmando que el tiempo no cambia, como si un día despertáramos de un sueño y viéramos que es la misma película de siempre, con el caballero y los hechizos de locura que justifican el pequeño trance de un día tan extraño. Pasamos por el camino del ciego en el abismo y la predicción del poeta, los buenos días entre una pareja que lleva en sus manos entrelazadas el paso de los años; por la tristeza de sentirse postrado en una cama blanca adivinando el porvenir de nuestras almas por las estrellas y ocasionalmente entre los recuerdos de encontrar a su padre mirando hacia la ventana mientras mantiene la cordura, todo a través de las leves vibraciones del agua en calma. Pero aún inmersos en el viaje, descubrimos el abandono a la simplicidad y el tedio. Como en el poema 8, “Luces de sosiego”: “Mi espalda se endurece cada año / y gran parte de mi felicidad / consiste en lavar los trastes / oler libros / y hablar sobre el origen de los astros”.
Es a partir de ese momento en que se cae en cuenta de la peculiaridad de las ideas que dibuja Castañeda; recuerdo la contraportada del libro y revisito la pobre lectura que hice ante de conocer las páginas del poemario, me topo con un término estético que retoma Carlos Alberto Navarrete. Claro, mono no aware. El pathos de las cosas, la tristeza de las cosas. Este concepto es una estética japonesa que refiere a la tradición de relacionar la belleza con naturaleza y, a su vez, con las cosas temporales como la corta vida y la trascendencia misma. Juan Yuste comenta que es el “agridulce sentimiento de ver las cosas cambiar”. En la cultura japonesa, el término mono no aware es relacionada con las flores de los cerezos y la punzada de dolor que albergan cuando se marchitan, el sentido que tienen las cosas cuando se van y el que dejarían de tener si se quedaran.
“La muerte tendrá mi cuerpo / pero yo quiero todas sus imágenes / en fin, aquellos lugares / que ya no volveré a ver / antes de ser devorado / por la boca ominosa de la tierra”. En “Apuntes de un día” se aborda el abismo, de un trato justo que consta de una última linterna para andar sin ojos, mirando el abismo; comprende y acepta la naturaleza de las cosas, la predicción que algún día otros versos le hicieron: que la muerte tendrá sus ojos. Morirá, lo acepta, sus dos cuencas vacías, pero con la memoria intacta de aromas, vistas y colores.
En el siguiente poema es cuando seguimos los pasos de una pareja de ancianos, con cada uno que dan emergen los años y con ellos unas escaleras que descienden hacia el lugar al que supone pertenecer; pero de camino al infierno contempla el espectáculo como si nada pasara: “Qué sé yo de todo esto. Yo vine al mundo y ya estaba, así como lo conozco. Lo único que nos cambia la vida es darnos los buenos días con un beso, siempre cotidiano, pero siempre diferente”. Este fenómeno, tan antiguo como la historia; el amor es siempre fugaz, muchas veces más de lo que nos gustaría, y en ese camino saboreamos la amargura, la saboreamos, el pathos de las cosas.
De cierto modo, el mono no aware es también un recordatorio del presente, una liga que nos sujeta del mañana a través de sombras tristes que interceptan los momentos que llamamos felices. Esta reflexión Castañeda la hace en su quinto poema del primer apartado, cuando habla de un padre, su padre, el de la voz de los versos y dice: “o tal vez papá nos enseñaba algo: / un día la ola brama —se enardece— / y para enfrentarla hay que dar la espalda / a lo que amas (no importa si es pasado): / amar es combatir en el presente / tierra y mar ahora —mañana es nada—”. En “Luces de sosiego”, una oda albañilera, es una imagen cotidiana, casi parte de la vida de muchos: pasar por una obra y verlos trabajar, silbar bajo el sudor que cae de la sien, con sus ropas grises del yeso y las manos secas haciéndose puño para despedir al que se baja de la troca. Cómo encontrar la belleza en el día que los despide cuando besan su crucifijo y lo único que piensan es en el hoy, nunca en el mañana.
Los poemas siguientes mencionan ángeles y camastros en la playa, de marineros y un mundo que habla en voz baja con un lenguaje desconocido que sólo imitamos torpemente, secretos impersonales que perseguimos sin llegar a escuchar, o a entender. Es el momento que nos sujeta, no nosotros al momento. Los versos del autor nos permiten hacer conciencia de las cosas para apreciar los suspiros y sollozos; como un botón de pausa que necesitamos presionar para que el mundo se deje de mover y podamos imprecisar y murmurar sobre lo mucho que sentimos en el momento en el que lo sentimos. Nos damos como las olas al mar.
Esa misma línea sigue el poeta en su octavo poema “Luces de sosiego”, de donde he mencionado ya un verso, aunque esta vez hago énfasis en su primera parte en prosa, y dice: “He abandonado el útil vicio de imponerme fastidios. Aunque, a decir verdad, pensaba que el mundo era el que me imponía ese tufo de cansancio. Las civilizaciones coinciden en que la vida es breve y se debe cosechar el día, y, aunque se ha vuelto un lugar común, yo no tengo autoridad para rebatir a los clásicos”. Ese lugar seguro bajo la sombra del árbol en donde no rezonga ni juzga a su padre, en donde deja su existir a la suerte y sus problemas al impersonal destino que espera inevitablemente, algún día, el que sea prudente.
Es ese despojo del control de las cosas el que refleja atónito frente a las olas, en donde se ve más que a sí mismo; aguas que se llevan fragmentos de sí, que son las flores de cerezo que en un vaivén transportan todo cuanto amamos, destrozamos y deseamos; lo vemos desfragmentarse al acercarse a la línea entre el sol y el mar y no sabemos cuán triste o reconfortante es vernos en esa marea mientras nuevas olas bañan nuestros pies.
Entre paseos y naufragios sueña el poeta. Sabemos que la noche, como el día, es portador de susurros inalcanzables; que el tiempo nos pone frente personas y lugares que se quedan un pestañeo, una sonrisa y luego se van, como imágenes que huyen y no hay que perseguirlas, sino esperar otras nubes con otras formas y tamaños, aunque riamos o lloremos. A veces ambas. También música, el autor desliza los ritmos y las letras sobre el mismo flujo del tiempo; canciones que llegan por un tiempo, se adhieren a la piel, a los momentos y lugares y luego alguien las suelta mientras se pierden de nuevo por las montañas.
En el cuarto poema del último apartado, este pathos de las cosas es una aceptación caótica de las cosas; un sinsentido maravilloso que se adhiere a los recuerdos y la vida tal cual la conocemos. El autor juguetea con la idea de la vida y lo que podría ser, quizás un cúmulo de memorias sin orden específico ni márgenes que la distingan entre la delgada línea de lo real y lo imaginario. Es un poema con el que llorarían tres amigos en un sótano ahogados en humo tan invisible y visible al mismo tiempo.
Su sexto poema del último apartado es, tal vez, el epítome del mono no aware. Cuando uno deja de amar a alguien y todo parece cambiar, incluso uno mismo, aunque no sea así. La sublime decadencia de las cosas. “Aunque los días son siempre / tan idénticos / tan sí mismos / como un narciso en el agua”. El poema de Castañeda es un recuerdo de quien amó, tan personal en cada interpretación. Es una pareja que de repente, un día, enmudece. Ambos despiertan de su ensueño cósmico y miran a su alrededor lleno de plantas marchitas, ausencia de colibríes; se pasean por la cocina y comedor como fantasmas que no se reconocen: sin holas, ni te quieros. Ningún suspiro interrumpe el pesado silencio que permanece, el silencio que ambos alargan con los días, buscando maneras de revivir a esas sombras, de enverdecer esas flores y hacer fiestas de té para las aves.
Es en ese momento tan común y revisitado por poetas, albañiles y marineros, que se encuentra la tristeza de las cosas: cuando se ama. Cuando te encuentras con ese cuerpo tan temporal como tú y como yo, lo observas con detenimiento: sus cadencias y tonalidades y te enamoras. Y parece que no cambia, pero de las manos cuelga la piel, o el morado bajo los ojos se oscurece y los colores se vuelven tristes, pero sigues ahí, como bajo un hechizo; hasta que los dedos de su mano y tu mano se cansan de aferrarse a la otra y ves cómo se aleja sobre la marea, sabiendo quizás que nunca regresará.
El día-a-día de la poesía de David recorre los pasillos de lo humano. Hasta cuando habla de dioses, mitos y ninfas; es lo más humano. No es demasiado, ni ostentoso. Son los manteles de las abuelitas y el gris del asfalto, los silbidos en la calle y la arena del bolso que llevaste un día a la playa y no se quiso despegar. La sensación agridulce de que nada es permanente y quién dirá cuándo será la última vez que usarás tu chamarra favorita antes de perderla en un bar. Bitácora de un desasosiego es un respiro para sentarnos, donde sea que estemos, para ver el verano pasar, sin anhelos eternos, sólo un regalo fugaz.