FROYLÁN ALFARO
En estas fechas con tintes religiosos, parece muy oportuno hacerse la siguiente pregunta: ¿puede la moralidad sobrevivir sin la religión? Para muchos, la respuesta parece evidente; después de todo, gran parte de los códigos éticos de las sociedades están profundamente influenciados por sistemas religiosos, pues estos han proporcionado reglas, principios y narrativas que moldean la conducta humana. Pero si despojamos a la moralidad de su marco religioso, ¿qué queda de ella?
Imaginemos por un momento, querido lector, una sociedad completamente secular, donde los dioses no son más que figuras mitológicas y los textos sagrados son leídos como literatura antigua. En un mundo así, ¿la gente dejaría de distinguir entre el bien y el mal? ¿O encontrarían otros fundamentos para guiar su comportamiento?
Una respuesta optimista viene de los filósofos ilustrados, quienes en el siglo XVIII comenzaron a quitarle a la ética su dependencia religiosa. Immanuel Kant, por ejemplo, propuso un sistema moral basado no en la voluntad divina, sino en la razón. Su famoso imperativo categórico, “obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal”, no necesita de dioses para funcionar. Para Kant, el sentido del deber y la capacidad de razonar eran suficientes para fundamentar la moralidad.
Sin embargo, no todos están convencidos. Dostoyevski, en su novela Los hermanos Karamázov (lectura totalmente recomendada), plantea una inquietante posibilidad: “Si Dios no existe, todo está permitido”. La frase, atribuida al personaje Iván, encierra el temor de que, sin una autoridad trascendental que otorgue sentido y propósito, los valores morales terminen cayendo. ¿Qué nos impediría, entonces, perseguir sólo nuestros intereses, incluso a costa de los demás?
Aquí surge una contradicción interesante. En la práctica, muchas sociedades seculares han demostrado ser capaces de mantener sistemas éticos robustos, basados en principios como la empatía, la justicia y el respeto mutuo. Países como Suecia o Dinamarca, con altos índices de secularización, no se han sumido en el caos moral; al contrario, suelen figurar entre las naciones más pacíficas y equitativas. Esto sugiere que los seres humanos tienen una inclinación natural hacia la cooperación y la solidaridad, independientemente de sus creencias religiosas.
Pero esta inclinación, ¿de dónde proviene? Teóricos como Frans de Waal han argumentado que la moralidad tiene raíces profundas en nuestra evolución como especie. Al observar el comportamiento de otros primates, de Waal ha identificado formas rudimentarias de empatía y justicia, como el reparto equitativo de alimentos o la protección de miembros vulnerables del grupo, o al menos estas conductas se pueden interpretar bajo estos conceptos. Según esta perspectiva, la moralidad no es un regalo divino, sino una adaptación evolutiva que favorece la supervivencia de las comunidades.
Sin embargo, aún queda algo por explicar: el poder narrativo de la religión. Más allá de los mandamientos y las prohibiciones, las religiones moldean nuestra forma de entender el mundo a través de mitos, historias y rituales que otorgan un sentido trascendental a la existencia. El filósofo MacIntyre ha señalado que nuestras nociones de virtud y propósito están intrínsecamente ligadas a las narrativas culturales en las que crecemos. En este sentido, aunque la religión no sea necesaria para definir lo que es bueno o malo, sí es un vehículo poderoso para transmitir esos valores de generación en generación.
Pero, ¿qué sucede cuando esas narrativas pierden su fuerza? Nietzsche, con su célebre proclamación de que “Dios ha muerto”, no sólo anunciaba la decadencia de las creencias religiosas, sino también el vacío moral que podría surgir en su ausencia. Según Nietzsche, la modernidad necesitaba encontrar nuevos valores que reemplazaran a los antiguos, pues un mundo sin un horizonte trascendental podía conducir al nihilismo.
Aquí es donde volvemos al punto de partida: ¿puede la moralidad existir sin religión? La respuesta no es sencilla. Si entendemos la moralidad como un sistema de reglas para la convivencia, parece que puede sostenerse sobre bases seculares. Sin embargo, si la concebimos como una búsqueda de significado y propósito, el asunto se complica.
Quizá debamos reconocer que la moralidad no es un bloque único, sino un conjunto de preguntas, tensiones y aspiraciones que evolucionan con el tiempo. Algunos encontrarán en la religión una guía indispensable, mientras que otros preferirán confiar en la razón, la empatía o la experiencia compartida.
Así que, querido lector, la próxima vez que te enfrentes a una decisión moral, pregúntate: ¿qué guía mis acciones? ¿Es la voz de un dios, la lógica de la razón o el latido de la empatía? Tal vez, al final, lo importante no sea de dónde vienen nuestras convicciones, sino el esfuerzo por construir un mundo más justo, ya sea con la ayuda de los dioses o por nuestra cuenta.