FERNANDO JOSÉ ROSSO NÚÑEZ
¿Quién diera que guardarais completo silencio y se convirtiera esto en vuestra sabiduría?
Job 13:5
Influido por la melodía del melancólico piano que escuchaba en los audífonos desde hacía ya horas y que le parecía a él como el remate perfecto a la reflexión que en los días previos le había llevado a tomar aquella decisión, Joaquín caminó calmoso por la acera de esa sinuosa y ascendente avenida. Anduvo discreto, pegado casi a los edificios y mirando hacia los adoquines, huyendo del posible encuentro con los ojos de algún conocido. La tarde estaba acabando y el recuerdo de la luz del sol pintaba dorados los bordes de las nubes y de un gris violáceo, apagado y uniforme las siluetas de las personas y los coches, eso le ayudaba a pasar inadvertido.
Todavía bajo los confusos efectos de alguna sustancia, a Joaquín le daba vueltas en la cabeza un pequeño relato que José, su maestro y único amigo, le había contado le parecía una noche antes con el fin de tranquilizarlo. Se lo contó de frente, mirándolo a los ojos y con voz grave, para que no lo olvidara:
“Joaquín, esto me lo contaron algunos viejos que conocí en tiempos pasados cuando era muy joven, era tan real y coincidían todos en tantas cosas que entonces me pareció muy enigmático Me dijeron que quizás le encontraría sentido algún día, o quizás no. En fin, ese suceso lo había olvidado por completo y curiosamente lo recordé todo apenas hoy y quise contártelo: Relataban ellos que una vez, a las puertas del infierno, se encontraba un hombre parado, sin avanzar. Todos los demás pasaban caminando a su lado, unos más lentos que otros, como desde hacía siglos, con rumbo a las enormes y hermosas puertas de hierro en cuyo capitel estaba labrada la frase: “Pasa sin arrepentimiento, conocedor de todos los motivos”. Hombres y mujeres de apariencia diversa, jóvenes y viejos, de todo origen, marchaban con decisión hacia esas puertas donde, una vez allí llegados cada uno, con un mínimo esfuerzo, las empujaban, las abrían y cruzaban sin mirar atrás. Todos con el mismo gesto de la resignación y el consentimiento en su rostro, menos él. La expresión de su cara era una mezcla de sorpresa e indignación y los arrogantes ademanes de su cuerpo denotaban una impotencia disfrazada. A pesar del ruido casi ensordecedor que provenía de atrás, el hombre, involuntariamente, comenzó a disertar con una voz alta y clara, sin dirigirse a nadie en particular, ante la imposibilidad de hacerlo hacia sus adentros porque no existían ya.
– ¿Qué acaso no existe otro camino?, ¿es ésta mi única dirección?, ¿no es que hay otra alternativa? Todos ustedes que entran tan apacibles y tan sumisos, ¿no se dan cuenta de su destino? ¿o será acaso que nunca desearon uno diferente? ¿nunca pretendieron nada más? ¿no conocían las consecuencias, las implicaciones, sus responsabilidades? ¿no desearon nunca ser hombres y mujeres buenos? ¿qué es aquello que los motivaba, que los motivó? ¡Oye tú, atiéndeme!, ¡no entres! ¿acaso puedes tu saber si aquel a quién asesinaste no deseaba en realidad morir? ¿si le aquejaba alguna enfermedad incurable y terrible y lo libraste de un infierno peor que aquel al cual te diriges? ¿Si no era también un asesino, un ladrón o un crápula? ¿acaso sabes si no es que lograste librar a alguien de su propia malicia?; ¿qué acaso no hay por acá alguien que discierna estas cosas? ¿a quién apelamos? ¿a quién demandamos razón? ¿quién reflexiona por nosotros? ¿quién valora? ¿quién decide? ¿quién actúa? ¡¿Quién es el responsable?!
Estúpidos, mil veces estúpidos, ignorantes… ¡no se dan cuenta que son libres!, ¡mírenme! Puedo entrar o no entrar, yo lo decido, es mi elección. Puedo quedarme aquí si lo deseo, en esta antesala en la que llevo unas horas o un día o un año o mil… ya no lo sé… pero estoy seguro que si ando atrás sobre mis pasos podré ver el Paraíso y podré entrar y burlar mi suerte al igual que burlé la entrada a ese oscuro abismo. Solo ustedes saben los motivos, las razones y las circunstancias, ustedes son dueños de ello, ustedes lo comprenden, ustedes lo entienden; ¡yo lo entiendo! ¡Yo le doy sentido! Sí, yo lo elucubré… lo razoné, sí. Yo lo hice. Yo y nadie más. Yo. Solo yo. Yo. Yo. Yo. – Y calló, por unas horas, unos días, por un año o por mil.
El hombre volvió a hablar, a reñir, a cuestionar. Y volvió a callar también, incontables veces hasta el cansancio mientras uno a uno los demás cruzaban esas puertas de manera interminable. Lo hizo una y otra vez hasta que, de repente y sin una razón en particular, el hombre calló de manera definitiva, dio un primer paso, y después el otro, y adoptando un gesto de resignación y consentimiento, se dirigió por fin a las enormes puertas de hierro. Cayo en cuenta que nunca hasta hace unos momentos, antes de callar, se había preguntado si las enormes puertas eran una entrada o una salida. Volvió la vista hacia atrás y pudo ver a miles y miles de hombres y mujeres parados que hablaban con una voz fuerte y clara y que producían un ruido ininteligible, luego miró hacia arriba unos instantes, leyó la frase en el capitel y cruzó”.
Joaquín llegó casi sin darse cuenta al puente en que se convertía esa avenida, subió a la balaustrada de piedra amarillenta iluminada por la farola y observó por largo tiempo el suave fluir del río que las luces de los autos debajo del puente dibujaban en tanto meditaba acerca del todo y la nada. En el cielo, las nubes, teñidas ahora de un gris casi negro, dejaban caer ya una tímida pero persistente llovizna. Mientras el torbellino de sus ideas giraba dentro de su cabeza haciéndole preguntarse acerca de razones e intenciones, acerca de hombres viejos de otros tiempos, de amigos inexistentes y de maestros muertos, la música de sus audífonos paró. Seguramente la pila, se dijo. Joaquín hurgó entre sus bolsillos en busca del dispositivo. Mientras lo hacía sin éxito, el oscuro ocre de la sangre en sus manos se iba deslavando entre sus ropas limpiándolas de la huella de sus recuerdos, de sus motivos y sus confusiones.