
A vertical grayscale shot of a modern metro station with escalators in Brussels, Belgium
Fotografía: Freepik
“La política del arte no está en el mensaje que transmite, sino en el lugar desde el que se permite aparecer.”
Jacques Rancière
ANA GUERRA
Mientras buena parte de los museos contemporáneos se deslizan hacia una neutralidad cómoda —exposiciones impecables, discursos inofensivos, públicos dóciles—, afuera hay espacios que interrumpen ese confort con el cuerpo en riesgo. El 1 de junio de 2025 zarpó desde Catania, Italia, el barco Madleen, cargado con ayuda humanitaria destinada a la Franja de Gaza: alimentos, pañales, kits médicos, prótesis. A bordo, una tripulación que incluía a la activista Greta Thunberg y la eurodiputada Rima Hassan. En total, doce personas decididas a romper el bloqueo israelí. El gesto fue más que logístico: fue simbólico, visual, político. Una acción que convirtió al barco en un dispositivo estético y documental. Un museo flotante del presente.
El Madleen fue todo menos silencioso. Drones, transmisiones satelitales, bitácoras digitales, instrucciones para denunciar su secuestro en caso de intervención. El 9 de junio, el ejército israelí interceptó el barco en aguas internacionales. Hubo detenciones, teléfonos confiscados, testigos incomunicados, y el uso de sustancias irritantes sobre la cubierta. Thunberg denunció el acto como un “secuestro”. El barco fue desviado a Israel y la ayuda decomisada. Las imágenes del operativo no salieron del museo, sino de redes sociales y medios activistas. El performance estaba completo.
En el mundo del arte, la exposición es el acto máximo de legitimación. Pero ¿qué pasa cuando las exposiciones no se atreven a mostrar el conflicto? ¿Qué sucede cuando la estética se divorcia de la urgencia? Mientras el Madleen convertía su tránsito en acto político y visual, muchos museos permanecían cerrados —o abiertos solo para la contemplación sin consecuencias. Las instituciones que alguna vez fueron espacios de disenso hoy operan como zonas francas, protegidas del dolor. La imagen del barco no necesitó curaduría: necesitó convicción.
La respuesta oficial israelí apeló a la seguridad nacional. El gobierno justificó la intervención por el riesgo de que “materiales peligrosos” ingresaran a Gaza. La coalición de activistas, en cambio, habló de piratería, de censura, de violación del derecho internacional. El enfrentamiento no fue solo físico, sino visual: ¿quién decide qué se puede ver y desde dónde?
El Madleen fue un museo sin paredes, sin acervo, sin catálogo. Pero generó imágenes, discursos, disputas. Hizo visible la frontera entre arte y acción, entre representación y presencia. Y eso es algo que las instituciones culturales deberían preguntarse con más urgencia: ¿para qué sirve un museo si no arriesga nada?