
JORGE L. CASTAÑEDA
Recuerdo con claridad la vez primera que escuché una canción que, de manera fortuita, me enteró sobre el Movimiento Estudiantil de 1968, fue la primera vez que escuché sobre el tema. No lo supe en la escuela, ni tampoco en un libro; el tema surgió en una reunión de amigos allá por el año 2003, a propósito de una canción que sonaba (“Nada pasó” de Panteón Rococó) a grandes decibeles en una calle del Municipio de Loreto, específicamente en un jardín que se encuentra en la calle Ferrocarril S. ¡ah qué recuerdos!, ese fue explícitamente uno de los momentos donde, como adolescente, interioricé a través de la sorpresa lo mucho que una canción compartía, sin necesidad de explicar nada. Entendí a propósito de las asignaturas que teníamos en la “secu” que la música comparte historia, la transforma, la emociona y hoy, incluso, estoy convencido que la convierte en identidad.
El motivo que inspira la presente columna fue la lectura de un avance de proyecto de investigación de una estudiante de posgrado del CAM en Zacatecas que se encuentra inquita sobre un tema que pretende vincular la retórica musical y la identidad nacional a partir del análisis del Movimiento Estudiantil de 1968. Aprovechando, les comparto y pongo a su consideración un breve ejercicio reflexivo al respecto.
La música que emergió en torno al 68 mexicano, considero que no fue un simple acompañamiento sonoro de la protesta. Fue parte integral de la forma en que una generación se pensó a sí misma (representación social) y de cómo se enfrentó al gobierno de un país que había prometido justicia social y que terminó mostrando un rostro opuesto. Las canciones de protesta, las adaptaciones en sus diversos géneros, las composiciones populares anónimas (muchas veces censuradas o invisibilizadas) sirvieron para nombrar lo innombrable, para resistir sin armas, para entretejer comunidad en la incertidumbre.
En este sentido, y desde de mi perspectiva, pienso que hablar de música es un tema amplio, es hablar de emociones, sentimientos, pero también de política, de sociedad, de cultura, de identidad individual y colectiva. Sobre el caso de 1968, después de este movimiento, las canciones que se crearon sobre el tema, fungieron como elementos de memoria y conciencia histórica, heredadas de generación en generación. Para mí, esas canciones no solo evocan una época; recuerdan una manera distinta de ser mexicano, una identidad nacional que no se construyó desde los discursos institucionales, sino desde la calle.
Con toda su complejidad, este moviente alteró la noción de patria. Ya no bastaron los símbolos oficiales como el himno, la bandera, el desfile del 16 de septiembre. La nación también se encontraba en las voces que cantaban contra la represión, en las letras que exigían libertad, en los versos que denunciaban el silencio impuesto. Aquellas canciones cuestionaron el relato nacional dominante y lo ampliaron, lo ensancharon, lo llenaron de matices. En pocas palabras, la música del 68, así como de otros movimientos, considero que han dejado y seguirán dejando un precedente que muestra el hecho de que la patria también puede doler, pero que precisamente por eso merece ser defendida.
Es común que, a la música, en la escuela, se la trate como una anécdota, como una curiosidad cultural, cuando en realidad pienso que es una herramienta retórica poderosamente didáctica: capaz de persuadir, de movilizar, de generar conciencia crítica. No es exagerado decir que, para muchos, la música fue y es la forma más segura de hablar cuando hablar era o es peligroso. ¡Hasta la próxima!
Fotografía: Marcel•lí Perelló (extraída de https://www.comoves.unam.mx/).
Fotografía: Comité 68 (extraída de https://www.comoves.unam.mx/).