ÓSCAR ÉDGAR LÓPEZ
Asistimos a una feria del libro en Durango, en la fiesta de cierre las caguamas se multiplicaron con cristiana providencia, un poeta nos dio alojo en un cuarto de vecindad que utilizaba como bodega y hacia allá nos encaminamos una vez terminado el convite oficial. Íbamos bajo la lluvia: una japomexicana con un gato bebé, una pareja gay de Mexicali, dos gigantes zacatecos, yo y quien es protagonista de este relato.
Una vez vertido el vodka con jugo de naranja en nuestros vasos, conbebiamos con la usual alegría de una ronda bohemia, en un momento repentino la persona conflictiva se levantó del raído asiento en donde posara su enorme culo y dirigiéndose a la congregación manifestó: soy hermafrodita, a su anuncio unos contestaron confundidos alzando el vaso como diciendo ¡salud!, otros con indiferente silencio, uno de mis amigos gigantes, tuvo la osadía de comentar: ah, qué bueno, a lo que el energúmeno volvió a compartir: soy hermafrodita, ¿quieren ver? No, le contestamos, no hay necesidad, podemos convivir sin entrar en esos detalles, a lo que este ser ofendido respondió desabrochando su enorme cinturón y dejando caer el mugroso pantalón por sus rechonchas piernas, al tiempo que gritaba: ¡miren, miren!, la verdad sólo atiné a observar una pelambrera, nada del otro mundo, parecía un pubis, se veía como un pubis, ni siquiera era posible distinguir algún tipo de genital, ni masculino ni femenino, menos una hibridación. Tras su acción los concurrentes soltamos unas risas para ver si así hacíamos más ligero el momento, pero el ser ofendido se había empeñado en obtener no la aprobación sino la comprobación de lo que, violenta, nos afirmaba, lanzó su trago al rostro de mi colega, él se puso furibundo y decidió enfrentar con similar agresividad el ataque. Yo, con mi estatura de duende de los bosques y mi fuerza de gato modorro me interpuse entre mi amigo y la “hermafrodita”, ella me tomó de la camisa y alzándome como un mono de trapo me lanzó en un solo movimiento hasta una de las orillas de la habitación, ya se imaginarán: Alushe directo a las cuerdas del cuadrilatero. Los otros intentaron sujetarla, pues ya se había lanzado a los golpes con todo aquel que se pusiera enfrente. Gritos, patadas y escupitajos nos lanzó la embravecida, luego de diez minutos de amarga lucha se logró expulsarla, pero apenas cerramos la puerta, arremetió contra las ventanas, haciéndolas estallar por gracia de pesados embaces de cerveza, unos segundos después se retiró con una amenaza: ¡van a ver, culeros!… traducido esto quiere decir que volvería para tomar venganza. Salimos de la vecindad y nos pusimos a salvo. Al día siguiente cuando regresamos a la habitación del poeta, la encontramos completamente vandalizada, no sólo había regado y roto todos los libros que encontró, se había meado en la cama y había puesto solvente en los vasos que, con ingenuidad, creyó que beberíamos.
Ricardo Gallegos Rodríguez ilustra episodios de magia cotidiana, las calles que representa pueden estar en cualquier parte de México y sus protagonistas somos los mexicanos, viviendo historias de florida borrachera como la que he relatado o la vida diría, con su habitual sopor absurdo, con su conocida melancolía de calles mojadas, farolas fundidas, autos que rompen el viento en los bulevares, músicos norteños en fiestas de narcos, barrios de calles derrumbadas. Por su temática y la predilección por el realismo, existe un grupo de artistas duranguenses que a mí me gusta llamar el “New wave Durango”, son pintores, ilustradores e incluso escritores con un peculiar proceder en la ejecución de su obra: el paisaje urbano, la descarnada realidad de la violencia, además la inclusión de elementos fantásticos, sobrenaturales y simbólicos, venidos de la cultura popular y la religión, el empleo de una paleta de colores fríos, la autoreferencialidad, el dibujo como sustento clásico del discurso disruptivo. No sé si estos creadores, entre los que se encuentran: Ricardo Gallegos, Job Ramírez, Ramona Rocha, Manuel Sánchez, Andrea Garza, sean conscientes de esto o siquiera les importe, es algo que como espectador alcanzo a percibir; por supuesto cada uno trabaja un cuerpo de obra que es valioso por sí mismo y cuyos valores han conquistado desde su propia disciplina y compromiso.
La pintura “Un recuerdo de la infancia” nos ofrece una postal de tiempo congelado en donde los objetos son protagonistas de su transcurrir en el lapso vital de las personas, la infancia que rememoran puede ser la del autor pero sobretodo es la de quienes logran verterse en su pesada carga mnemónica, sin duda una gran cantidad de personas nos habremos sentado en sillas de la refresquera más grande del mundo, en un patio bañado de sol. La obra me recuerda a cuadros de interiores que realizara Lucian Freud, de forma intermitente durante toda su carrera (la vista desde su ventana de Waterground Paddington), esta pintura me hace pensar en una calma chicha que predominaba en la infancia, antes de volverme adulto y darme cuenta que tal paz y tranquilidad sólo la volvería a encontrar en esta obra tan fantástica.
“Un recuerdo de la infancia”
Acrílico sobre tela
Ricardo Gallegos Rodríguez
30 x 50 cm
INSTAGRAM: @Rickgallegosr